«Lo único que en realidad debería decirse
de David Foster Wallace es que fue un portento
de los que sólo hay uno en cada siglo».
«No puedo sacarme la imagen de la cabeza»,
dice su hermana. «David y sus perros; está oscuro.
Estoy segura de que les besó en la boca,
y de que les dijo que lo sentía.»
Stephen J. Burn (ed.): Conversaciones con David Foster Wallace. José Luis Amores (tr.) Málaga: Pálido Fuego, 2012.
David Foster Wallace (1962-2008) es autor de tres novelas La escoba del sistema (su tesis de Lengua Inglesa, publicada en 1987), La broma infinita (1996) y El rey pálido (novela póstuma, 2011); tres libros de relatos, La niña del pelo raro (1989), Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999) y Extinción (2004); y tres ensayos, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997), Todo y más (2004) y Hablemos de langostas (2005). Hijo de profesores universitarios (Filosofía y Lengua Inglesa), se graduó en Matemáticas y Filosofía. Su obra combina a la perfección la ironía surrealista de Thomas Pynchon con la densidad filosófica y humanista de Don DeLillo.
Esta serie de entrevistas editada por SJB es, como suele serlo este tipo de libros, irregular. Foster Wallace es muy abierto y explícito en las primeras pero, a medida que pasan los años, el autor es cada vez más hostil a los medios, repetitivo y celoso de su intimidad.
Después del éxito de su primera novela sus sensaciones respecto al acto de escribir son exultantes: «Me siento y el reloj deja de existir durante unas cuantas horas. Probablemente eso sea lo más cerca que podamos estar nunca de la inmortalidad«.
Pero este espejismo se desvanece pronto. Es muy duro, dice, compaginar la obsesión y el autoanálisis que implica la escritura con llevar la vida de un ser humano corriente. Los escritores, en persona, son unos «auténticos cretinos». Para no dejarse llevar por ese autismo del creador, Foster Wallace dio clases de escritura creativa (Illinois y California). Enseñar le ayudaba a relacionarse con los demás, a mantener cierta proximidad con el mundo real: «la cuestión es que lo bueno de enseñar es que aprendes más que ningún otro de los que están en la clase.» En esta línea de pensamiento repite varias veces que la función de la literatura es ayudar a la gente a estar menos sola, a sentir empatía por los que sufren. Para ser sincero, es difícil compaginar esta visión del fin de la creación artística con un libro como Entrevistas breves con hombres repulsivos.
El punto de partida de su obra es la condición postmoderna de las sociedades tardocapitalistas. La ironía, que en los años sesenta había servido para combatir a la autoridad y el poder en todos los campos, se convirtió a finales del siglo XX en un nihilismo paralizante. El modo en que los medios de comunicación de masas han incorporado ese estado de ánimo postmoderno es preocupante: da igual el tipo de escándalo, corrupción o atentado contra los derechos humanos que se emita, todo puede ser siempre un montaje, un decorado, una información interesada.
Ir más allá de este bucle es una de las obsesiones de su obra. No es fácil porque ya no hay «padres literarios» a los que recurrir: todos los estilos han sido disueltos, desmaterializados, deconstruidos. La ironía vanguardista ha pasado de ser liberadora a ser una tiranía que se ha expandido a todos los ámbitos de la cultura. «La ironía nos tiraniza«. Un ejemplo sencillo para comprenderlo es la música rap. En esta el artista denuncia la opresión del hombre blanco para después firmar contratos multimillonarios con discográficas WASP y adoptar un materialismo burdo de oro y BMW’s.
La labor parricida de los fundadores posmodernos fue magnífica, pero el parricidio produce huérfanos, y no hay jolgorio suficiente que pueda compensar el hecho de que los escritores de mi edad hemos sido huérfanos literarios a lo largo de nuestros años de aprendizaje. En cierto modo sentimos el deseo de que algunos padres vuelvan. Y por supuesto nos inquieta el hecho de que deseemos que vuelvan. Quiero decir, ¿qué nos pasa? ¿Somos una panda de nenazas? ¿De verdad necesitamos autoridad y límites? Y, claro, la sensación más inquietante de todas es que gradualmente comenzamos a darnos cuenta de que, a decir verdad, esos padres no van a volver nunca. Lo que implica que nosotros vamos a tener que ser los padres. (p. 86)
La literatura realista tuvo como función mostrar los engranajes de una realidad cambiante y extraña. Hoy día ese propósito es absurdo pues la información está ahí, al alcance de la mano en cualquier momento. La función del escritor ha de ser, más bien, mostrar cómo la extrañeza se esconde detrás de lo más familiar: un concurso televisivo, la publicidad, la MTV… Evidentemente esto requiere un cierto esfuerzo por parte del lector, acostumbrado a un medio como la televisión que le proporciona un placer hipnótico y pasivo sin tener que aportar nada. Incluso obras vanguardistas y polémicas del cine como La naranja mecánica (Kubrick, 1971) tienden un a estructura lineal que anima a una visualización pasiva.
La televisión gana audiencia ocultando el dolor y el sufrimiento. Pero estos son síntomas de que algo no va bien. Limitarse a esconderlos es una conducta irracional. Este virus televisivo se extiende al arte. Después de miles de horas hipnotizados por la televisión pensamos que el arte debe ser una experiencia semejante: placer al mínimo esfuerzo. Además, provoca que el autor tenga que gustar a cualquier precio y esto genera en él una hostilidad hacia el lector pues de su apreciación indolente depende su autoestima, su vida.
Nuestra época postmoderna es oscura, cínica, mezquina y superficial. La auténtica literatura no consiste en mostrarlo una y otra vez: el asesino en serie convertido en héroe (Dexter), por ejemplo. Pero «la ficción realmente buena podría tener una cosmovisión tan oscura como quisiera, aunque encontraría el modo de representar ese mundo oscuro y de iluminar las posibilidades de estar vivo y ser humano en él.» Esta es la influencia humanista más profunda de DeLillo en Foster Wallace.

Otra de las influencias de DeLillo está relacionada con su tratamiento de la muerte en Ruido de fondo. Es necesario enfrentarse a ella y no salir corriendo en busca de dioses o píldoras.
No hace falta pensarlo mucho para darse cuenta de que nuestro terror a las relaciones y la soledad, que son como sub-terrores de nuestro terror a quedar atrapados dentro de un yo (un yo psíquico, no simplemente un yo físico), tiene que ver con la angustia de la muerte, el reconocimiento de que voy a morir, y a morir totalmente solo, y el resto del mundo va a seguir alegremente sin mí. No estoy seguro de que pudiera darte una justificación teórica meditada, pero tengo la profunda sospecha de que gran parte del propósito de la narrativa consiste en agravar esa sensación de encierro y soledad y muerte, para inducir a la gente a afrontarla, puesto que cualquier posible salvación humana requiere que antes nos enfrentemos a lo que nos resulta espantoso, a lo que queremos negar. (p. 61)

También es evidente la presencia de Foster Wallace en la ficción de DeLillo. Por ejemplo, en Ruido de fondo, el excéntrico filósofo Andy Murray explica al protagonista que quienes desprecian la televisión como una variante sofisticada del «correo basura» se equivocan totalmente. A pasar de la indiferencia y la pasividad con que contemplamos la publicidad en televisión, una mirada objetiva es consciente de que ha alcanzado unos rangos de calidad y eficacia sorprendentes.
Existe ese peligro, y el otro es que repetir una pintura de principios del siglo veinte, toda vez que ya inventada la fotografía el interés en ser mimético en la pintura desapareció totalmente y todo se volvió bastante abstracto, es un auténtico problema. Ya no tengo televisión, pero cuando hago cosas como esta de hoy y estoy de viaje, veo la televisión en los hoteles y me quedo espantado de lo buenos que han llegado a ser los anuncios. Son fascinantes, son divertidos, molan bastante, consiguen tocarme fibras sensibles en niveles internos adolescentes que los anuncios con los que crecí nunca lograron. (p. 182)
El exceso formalista, el hermetismo, es uno de los grandes atractivos de autores como Nabokov, Burroughs o Pynchon. Sin embargo, detrás del pionero siempre llegan los «maquinistas», encargados de mercantilizar la vanguardia. Para alguien como Foster Wallace empeñado en hacer algo nuevo este fue siempre un verdadero problema. La diferencia entre el «buen arte» y la mera copia no consiste en poses estilísticas sino en que el lector se marcha de la obra con más equipaje del que llegó.
… parece que la gran diferencia entre el buen arte y el arte mediocre radica en algún lugar dentro del propósito del corazón del arte, en los intereses de la consciencia que hay tras el texto. Tiene algo que ver con el amor. Con la disciplina de sacar la parte de ti capaz de amar en lugar de esa parte que sólo quiere ser amada. Sé que esto no está de moda en absoluto. No sé. Pero al parecer una de las cosas que los escritores de ficción verdaderamente geniales hacen —desde Carver a Chejov hasta Flannery O’Connor, o como el Tolstoi de «La muerte de Iván Ilich» o el Pynchon de El arcoiris de gravedad— es darle al lector algo. El lector se marcha del arte auténtico mucho más pesado de lo que entró. Más lleno. Toda la atención y el compromiso y el trabajo que se le requieren al lector no pueden ser para tu propio beneficio; tiene que ser para el suyo. (p. 83)
Naturalmente, el arte «serio» no tiene el favor del gran público pero esto no es un problema sino, al contrario, ayuda a mantener las vocaciones más limpias, más puras.
Es muy interesante cómo narra Foster Wallace su tránsito desde la filosofía hasta la literatura. Hasta los veinte años era un estudiante de filosofía especializado en lógica y matemáticas. Cuando resolvía un algoritmo experimentaba una especie de «clic» al que su profesor llamaba «el clic de la caja bien hecha». A los veinte años el «clic» matemático desapareció, pero retornó al poco tiempo mientras leía y escribía ficción. Esto le permitió salir de una crisis empapada en alcohol.
No sé si tengo mucho talento natural reservado en cuanto a la ficción, pero sé que, cuando hay un clic, puedo oírlo. En las cosas de Don DeLillo, por ejemplo, oigo el clic casi en cada línea. Puede que sea la única manera de describir a los escritores que me encantan. En Donne, Hopkins, Larkin. En Puig y Cortázar. Puig hace clic como un jodido contador Geiger. Y ninguno de ellos escribe prosa tan bella como Updike, aunque no oigo mucho el clic en Updike. (p. 65)
En cualquier caso, el camino del creador de ficción es complejo. Una vez que termina la obra, dice Foster Wallace, el autor y el texto están «muertos». El lenguaje vive sólo a través del lector. El lector es Dios.
En cuanto a las influencias filosóficas en su obra, son evidentes en La escoba del sistema, inspirada en la filosofía de Wittegenstein. En su primera etapa, el autor del Tractatus presume que nuestra única relación con el mundo es a través de imágenes miméticas de las cosas pero esto sitúa el mundo externo como algo inalcanzable y conduce al solipsismo. Para corregir esta paradoja uno de los personajes decide expandir el yo, expandir el lenguaje, así que engorda «hasta llegar a un tamaño infinito».
En orden a superar el solipsismo el Wittgenstein de las Investigación filosóficas se aproxima al mundo como si no estuviese fuera del lenguaje sino que fuese simplemente un constructo lingüístico. Se acabó el horror solipsista pero continuamos todos atascados en un medio que no podemos contemplar objetivamente. Dentro del lenguaje «no sé adónde voy».
Otro autor presente en Foster Wallace es Platón.
Personalmente, sí, soy platónico. Pienso que Dios tiene lenguajes particulares, y uno de ellos es la música y otro las matemáticas. No se trata de algo que pueda defender. Simplemente es algo que he sentido en la tripa desde que era un crío, aunque cuestión diferente es cómo tratar de otorgarle sentido y encajarlo en algún tipo de filosofía que funcione, mucho menos para cruzar la calle para comprar una barra de pan. (p. 173)
No he leído nada de este autor, y leyendo en el artículo sobre la visión tan negativa que tiene de las cosas, me recuerda el cansancio que siento de tener que abordar un autor nuevo, por muy interesante que parezca.
Hola Hesperetusa, anímate con La escoba del sistema o Algo supuestamente divertido… lo pasarás bien. Ya verás. Saludos.
Resulta curioso que lo puedan ser, acabo de buscar información sobre el autor y resulta que se suicidó.
Buscaré esas obras, gracias.
Estuvo 20 años tomando un antidepresivo IMAO que se llama Nardyl. Es una medicación obsoleta con muchos efectos secundarios como la hipertensión. Cuando quiso dejarla ya era tarde. Se vino abajo y no había sustituto. Se sometió a electroshocks pero no surtieron efecto. Al ver que ni siquiera podía recuperar el impulso creativo decidió suicidarse. De todos modos, cortejó a la muerte desde que tenía veinte años. Sabía que no iba a durar demasiado.
Excelente artículo. Una síntesis de algunos de los aspectos de la literatura de Foster Wallace. Algo importante en su obra era la preocupación por las formas que asumía el entretenimiento, sobre todo en EE.UU. como una droga (en su sentido más amplio) para el monumental tedio que anonada a muchos.
Hola Esoj, en la recopilación de artículos titulada «En cuerpo y en lo otro» Foster Wallace mezcla a Federer, Terminator 2, Borges y David Markson. Esa virtud para acercarse con inteligencia a temas «serios» y no tan «serios» es extraña. Sea el tema que sea su modo de ver las cosas siempre sorprende. Saludos, Eugenio.
Respecto al tema de afrontar la muerte, uno de los mejores relatos de ficción que he leído sobre ello (y en general) es «Ley de vida», de Jack London. El hombre forzado a enfrentar su muerte, sin posibilidad de huída. Sencillo y genial.