Samuel Gómez Sánchez: Consideraciones filosóficas sobre «Ficciones» de Borges.
Profesor: Eugenio Sánchez Bravo. I. E. S. Valle del Jerte, Plasencia. 2º C. 2014-2015.
Borges no te explica una idea. Borges da vida a una idea y te introduce hasta el fondo de ella, de manera que no la entiendes, la vives.
En el primer relato de Ficciones, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, se nos presenta un mundo en el que el idealismo (en especial el de Berkeley, y su idea de la identidad entre percepción y existencia) coincide con el sentido común. La concepción del mundo materialista resulta una herejía y, en cualquier caso, absurda.
Especialmente incómodo resulta el final del cuento, en el cual el mundo acepta Tlön y lo acoge con los brazos abiertos. Todos los aspectos de la realidad son modificados para que encajen con este universo de la sensación, lo que me recuerda con insistencia a las distopías de 1984 o Un mundo feliz. Cabe prestar atención a la similitud con la primera y su explicación de las prácticas estalinistas de manipular la información de continuo y “modificar el pasado”. Con la llegada al poder de Stalin, además de la eliminación física de sus opositores también se trataron de eliminar las pruebas de su existencia (e.g. el caso de L. Trotsky), para crear una historia “oficial” del régimen. Resulta imposible no revolverse sobre la silla al pensar la facilidad con que se puede moldear la realidad gracias a las tecnologías de la información. ¿Y qué hay de la eventualidad del control absoluto del Estado sobre los medios, que ya parece cernirse sobre nosotros? ¿Cuánto tardará la armoniosa historia de episodios conmovedores de Tlön en eclipsar la nuestra?


En esta línea se desarrolla también “Las ruinas circulares”, donde Borges vuelve a jugar con los límites entre realidad y ficción, ahora desde un punto de vista onírico. Una narración que resulta sencilla de relacionar con las ideas de películas -ejemplos ya desgastados por el uso, en especial la primera- como The Matrix, Dark city, o El show de Truman, o con las reflexiones de Segismundo, que no dejan de ser una reformulación de la duda radical de Descartes: ¿cómo sé que no estoy soñando? ¿Cómo sé que no soy el producto de la ensoñación de un demonio malvado, que me engaña? El límite entre realidad y ficción se vuelve cada vez más difuso, una vez más, debido a la sencillez con que se franquea la barrera entre ellas en la era digital. Me interesa en este punto el concepto de hiperrealidad, que podemos definir como una irrealidad impuesta, comprendida como propia o adventicia, y que domina a la realidad “real”, de manera que termina por hacer desaparecer a ésta. Un ejemplo lo ilustrará mejor: al caer enamorada, una persona se crea una idealización de la persona amada, de un modo tal que su “verdadera” personalidad queda ofuscada por esta imagen ideal a ojos del amante. ¿Es en este caso más real la ficción o la realidad?
Idealizaciones como esta se nos presentan, se nos inyectan diariamente a través de los mass media, de modo que la realidad y el sueño forman una intrincada amalgama. Véase si no la obsesión por “la seguridad”, la protección contra algo indefinido que todo el mundo acepta aun a costa de su libertad, o la entrega del Premio Nobel de la Paz a Barack Obama mientras mantiene abiertas varias guerras desde la dirección de su país.
También me resulta interesante el breve estudio lingüístico que se hace durante la descripción de Tlön: en los lenguajes “tlönianos” no existen los sustantivos; los objetos no son más que una suma de cualidades, por lo que, ante la ausencia del dios de Berkeley para darles el ser, se rechaza su existencia más allá de ser percibidos. ¡Por supuesto que no existen! Como ya apuntaran las teorías del lenguaje de filósofos como Hobbes o Wittgenstein, las palabras no tienen significado más allá de su uso público; por eso resulta sencillo denotar las realidades exteriores, pero no así las interiores. ¿Cómo van a existir los sustantivos si nadie concibe la permanencia de la sustancia en el tiempo? También podríamos enlazar esto con la “Vefürung” del lenguaje de la que habla Nietzsche, el condicionamiento que ejercen sobre nosotros las palabras, que nos predisponen a asumir una serie de conceptos que pueden no tener correspondencia real, empírica siquiera. En cualquier caso, me permito la licencia de dejar esta cuestión en el aire, ilustrándola con un equivalente pictórico, de cuyo título no sorprende la similitud con la citada “seducción de las palabras” de Nietzsche…

«La lotería en Babilonia» es, como nos advierte el autor en el prólogo, una de las narraciones más sugerentes del libro (…no es del todo inocente el simbolismo…). En este relato, el narrador nos conduce a través de la historia de la lotería babilónica, un juego de azar que invade los aspectos más íntimos de la vida, revelando una verdad destilada de la ficción.
Centrémonos en la idea más inmediata: la vida es, en esencia, un juego de dados. ¿No es fruto de la fortuna, hasta cómico, que sea el petróleo el combustible por excelencia? ¿Por qué no los huesos, o las heces? De hecho, se me plantea un recurrente interrogante: el de la veracidad de la ciencia. Ésta se apoya sobre la idea preconcebida de que hay unas reglas que rigen el mundo, y su función es deducirlas para llegar al conocimiento del mismo. En el momento en que una irregularidad hace tambalearse las rígidas leyes de la naturaleza, éstas han de ser reformuladas. ¿En qué se fundamenta la creencia dogmática de que esta reescritura no se repetirá eternamente? ¿En qué la afirmación de que el mundo es cosmos y no caos? A pesar de que todo esto favorece una larga disertación, me gustaría detenerme únicamente en dos aspectos más del cuento: el papel de “la Compañía” en la vida mesopotámica y las consideraciones del narrador en torno a ello.
La Compañía, que inicialmente aparece como organizadora del juego de la lotería, consigue un poder metafísico, trasciende la realidad y se convierte en algo que orbita sobre los habitantes de Babilonia, empapando por completo la existencia misma. Encuentro en este desarrollo una cierta semejanza con el sufrido por la banca a lo largo del siglo pasado. Tras el crack de 1929, hubo un período de crecimiento, durante el cual, las entidades bancarias (bancos comerciales y de inversión) se hallaban limitados por la legislación. En los 80, la banca de inversión sufrió un enorme desarrollo, que, paralelo al comienzo de la desregulación bancaria, ha llevado a las entidades financieras a convertirse también en algo metafísico, conduciendo hasta este concepto abstracto que son “los mercados”. A pesar de no tener mucho que ver con la reflexión de Borges sobre el destino y el azar, ¿no condicionan las actividades de los mercados de inversión, de un modo mucho más determinante de lo que la mayoría comprendemos, la vida en la Tierra? La impotencia del ser humano ante las preguntas sobre el mundo es semejante a la que siente el “disidente” del sistema, al que trata de luchar contra estos mercados. Este individuo siente la necesidad de hacer algo, pero, ¿por dónde empezar? y ¿hay realmente algo contra lo que luchar?.
De igual modo, desorientados e incapaces, se muestran los habitantes de “La biblioteca de Babel”, en la cual podemos vislumbrar una imagen muy borgiana del mundo (acaso personal). El narrador de este relato nos presenta un universo con forma de biblioteca, que contiene todos los libros que es posible escribir con los veinticinco símbolos del alfabeto (punto, coma, espacio y veintidós letras). Esto nos conduce inevitablemente a la confusión, pues, ¿qué libros son ciertos y cuáles ficciones?
Podemos verlo perfectamente en el desconcierto de los residentes de la biblioteca y las múltiples hipótesis que Borges nos ofrece acerca de la naturaleza de la misma. Incluso juguetea con la idea de un “Libro-Dios”, o la del “Hombre del libro” que habría leído éste, y que, por tanto, sería equivalente a una deidad omnisciente. Dice Borges que en la Biblioteca, “hablar es incurrir en tautologías”. En mi opinión, más bien es discutir posibilidades. En la biblioteca ocurre “p ^ ¬ p”, con lo que llegamos a una indeterminación, una contradicción. Para solventar el problema habríamos de consultar otro libro de discutible veracidad, y así hasta el infinito. Incluso el libro total puede ser falso. Debatir la posibilidad del fin o sinfín de la Biblioteca, de la propia existencia o cualquier otra cuestión, es incoherente, o al menos, inútil. Las “tautologías” de la Biblioteca se asemejan más al opio de Molière que a una tautología lógica.
En cualquier caso, quizá sea cierta la visión de Borges, y sean los libros de nuestra real Biblioteca particular los que nos han traído a este estado de escepticismo que J.F. Lyotard calificó como “el fin de los grandes metarrelatos”.
“Funes, el memorioso” nos dice Borges que es “una larga metáfora del insomnio”. Ireneo Funes es un joven uruguayo que, tras caer de un caballo, adquiere una memoria eidética que le permite recordar cada detalle de su vida, sin olvidar sensaciones de ningún tipo. Sus recuerdos y ensoñaciones son tan vívidos como la realidad presente de los demás.
El relato de las sensaciones de Funes al despertar tras la caída se parece al descrito por Platón para quien sale por primera vez de la caverna: hasta entonces, dice, “miraba sin ver, oía sin oír”. El descubrimiento de la realidad resulta tan asombroso para Funes que pasa por alto su invalidez.
La idea que me sugiere el texto no resulta, sin embargo, tan optimista: como dice Borges, el pensamiento es abstracción, olvido y generalización. Esto se aplica a todos los niveles del pensamiento, y especialmente a la memoria. En consonancia con el pensamiento de Locke o Hume me asalta la duda, ¿dónde yace la permanencia del ego? ¿Soy acaso el mismo hoy que mañana? Todo es devenir, y el joven Funes debería haberse vuelto loco, o al menos, quedar incapacitado para comunicar o pensar, pues no es infundado el desconcierto de Borges sobre el mundo: es frágil y extraño.
“La forma de la espada” resulta un hermoso y aterrador relato. Cuenta cómo un rebelde recibió una cicatriz durante la Guerra Civil Irlandesa. El irlandés, defensor de la independencia de su país, explica cómo la llegada de un nuevo camarada a la guerrilla -John Vincent Moon- desemboca en el mandoble que dejó marcada su cara: el recién llegado, cobarde, traiciona al narrador, y éste, en un arrebato de rabia, lo acuchilla. La historia finaliza con las palabras “yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme”. Me sacude el pensar en la cicatriz como lo que es: una decisión. Me asalta el fantasma del temor a los espejos de Borges, pero a la vez me alienta, pues me da un poco de aire fresco al recordarme que, a fin de cuentas y a pesar de todo, somos nosotros y no otros.
La historia nos conduce a la insuperable duda sobre la naturaleza humana. Borges nos proporciona una interpretación eminentemente sartriana: somos lo que hacemos con los que nos es dado. Al igual que queda Vincent Moon marcado por su acto, quedamos nosotros marcados por todas y cada una de nuestras acciones. Como el propio Borges dice en otro de sus relatos, en «Deutsches Requiem» del libro de relatos El Aleph:
Todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas.
Excelente texto. Se nota que es de alguien que «sabe leer»…
Sí 🙂 por eso es tan importante aprender Filosofía, para aprender a leer, con profundidad, con originalidad, para reescribir los textos a tu manera. Es una vergüenza que, frente al ensayo y la disertación, se premie el tipo test y el examen memorístico. Dicen desde la Administración que buscan la excelencia y la calidad. Burócratas. No son sino burócratas.
Saludos.