Leonardo Sciascia: Puertas abiertas. Ricardo Pochtar (tr.) Barcelona: Tusquets, 2004.
Ambientada en la Italia fascista de finales de los años treinta Puertas abiertas es un contundente alegato contra la pena de muerte. Esta fue restaurada por Mussolini para castigar crímenes políticos, pero pronto se extendió a otro tipo de delitos. La propaganda fascista defendía que el poder disuasorio de la pena capital permitiría a todos los italianos dormir con las puertas abiertas. Sciascia argumenta que la pena de muerte es siempre cosa de lacayos, una manifestación inaceptable de la barbarie dentro del Estado de Derecho. Aunque no es una novela redonda algunas de sus páginas son extremadamente interesantes. Por ejemplo, la distinción escolar entre drama y tragedia:
La sórdida materia de aquel proceso, la atroz y sangrienta miseria de los hechos, empezó a elevarse y a adquirir forma de tragedia. ¿Por qué negarle la tragedia, si las pasiones eran las mismas, si el fantasma de la desesperación se le había aparecido para revelárselas, para exigirle venganza?
Sólo que la ley no admite ese tipo de fantasmas; y tampoco los habría admitido en el caso de Hamlet, si Hamlet hubiera estado en el nivel de las leyes y no por encima de ellas: en eso, recordaba el juez, residía la diferencia que un profesor suyo, al hablar de Alfieri, hacía entre la tragedia y el drama: tragedia era lo que sucedía en una esfera situada fuera del alcance de la ley; drama, lo que estaba sujeto a la fuerza y el rigor de la ley; diferencia no exhaustiva, parcial, y sin embargo bastante fecunda en el uso escolar. La ley sólo admite un fantasma: el de la locura. Sólo entonces se aparta del hecho delictivo, deja que sea el psiquiatra quien juzgue y que la pena, abstractamente —porque en concreto todo es muy distinto—, consista en tratamiento. (p. 62)
Una consideración interesante acerca de la figura del juez, que recuerda al incomprendido sabio de la caverna platónica:
Aquí hay que decir que el juez, el hombre que escoge la profesión de juzgar a sus semejantes es para las poblaciones meridionales —de todas las regiones meridionales— una figura comprensible siempre y cuando sea corrupto; en cambio, es un personaje de sentimientos e intenciones inescrutables, como separado de la común sensibilidad de los hombres, incomprensible, en suma, si no se deja corromper por los bienes ni por la amistad ni por la compasión. (p. 89)
El juez finalmente impide que el reo sea condenado a muerte. Es consciente de la inutilidad de su gesto en medio de la victoria fascista…:
—…Pero me consuela imaginar que si todo esto, el mundo, la vida, nosotros mismos, no es más, como se ha dicho, que el sueño de alguien, entonces este detalle infinitesimal de su sueño, este caso de que estamos hablando, la agonía del condenado, la mía, la suya, quizá pueda servir para avisarle que está teniendo un mal sueño, que debe volverse hacia el otro lado, tratar de tener sueños mejores. Que al menos tenga sueños donde no exista la pena de muerte.
—Es una fantasía —dijo con voz cansada el fiscal. Luego, con el mismo tono de fatiga, afirmó—: Pero usted sigue teniendo miedo, terror.
—Sí.
—Yo también. De todo. (p. 132)