Eugenio Sánchez Bravo: Notas al Crátilo de Platón.

Platón. Col. priv. Gante, Bélgica.

Entre los diálogos de Platón hay algunos verdaderamente curiosos, tienen un final abierto y carecen de conclusión. Se les llama aporéticos. Aunque un final abierto es una solución narrativa apropiada para la literatura o el cine, despierta ciertas suspicacias dentro de la tradición filosófica. No es de extrañar que este tipo de diálogos parezcan estériles frente a la contundencia argumentativa de obras como La República, Fedón o Fedro. Una de esas obras menores de Platón es el Crátilo.

Los expertos lo sitúan junto a Menéxeno, Eutidemo, Gorgias y Menón, diálogos que preparan el camino a la Teoría de las Ideas y cuestionan gravemente la respetabilidad de sofistas como Protágoras o Gorgias y atenienses ilustres como el infame Anito o Menéxeno. Entre líneas percibimos con toda claridad al Sócrates ágrafo, hiriente, comediante, bufón, cínico, autosuficiente, vanidoso, seductor e imprudente.

En definitiva, sentimos que Sócrates se burla hasta de su propia sombra, enreda sin piedad a torpes interlocutores bienintencionados, utilizando parodias y paralogismos, y castiga ferozmente, con una lógica implacable, la petulancia de los que creen saberlo todo y se cobran en dracmas sus enseñanzas. Cuando leo cómo Sócrates bromea entre atenienses y hace gala de ese humor corrosivo, tan efectivo entonces como hoy, tengo la sensación de que está a punto de abandonar la noche oscura de la letra muerta, para materializarse en el mundo real. El inagotable Diógenes Laercio cuenta que alguna de sus orgías dialécticas terminó en pelea callejera. ¿Quién sabe?

Platón, por desgracia, no pudo o no quiso revivir a Sócrates durante demasiado tiempo. A medida que los años y los fracasos iban cargando sus poderosas espaldas envió al fantasma de Sócrates al país de los muertos, donde probablemente compita con el propio Hades, contando historias para aliviar la espera de las almas que aguardan impacientes retornar. Así se burla Sócrates de Hermógenes, el otro protagonista del diálogo junto a Crátilo:
Diremos entonces, Hermógenes, que nadie de los de allí desea regresar acá por esta razón, ni siquiera las Sirenas, sino que tanto éstas como todos los demás están hechizados. ¡Tan hermosos son, según parece, los relatos que sabe contar Hades! Y de acuerdo, al menos, con este razonamiento, este dios es un cumplido sofista y un gran bienhechor de quienes con él están. (Platón: Crátilo, 403 d-e)

Creo que merece la pena, por tanto, probar a revivir al viejo bufón, aunque no vaya más allá de un voluntarioso retrato tejido a partir de mis solitarias visiones y algunos retazos del Crátilo.

Los personajes del diálogo son tres, un inspiradísimo Sócrates; Hermógenes, indefenso y estúpido como un saco de boxeo, pues en ningún momento es consciente de que le están tomando el pelo por partida doble; y Crátilo, presuntuoso, petulante, desconfiado, hipócrita y probablemente peligroso, un verdadero sofista.
Al comienzo, Crátilo está abusando de un modo cruel, aunque parece que exclusivamente dialéctico, del joven Hermógenes. Sócrates, que pasaba por allí, acude presto para ejercitar su impertinencia y reparar la injusticia. El joven maltratado le explica a Sócrates el motivo de la discusión. Crátilo, alardeando de algún tipo de sabiduría esotérica, lleva la contraria a Hermógenes cuando éste afirma algo obvio y cristalino: las palabras se refieren a las cosas por convención. Hermógenes, confiándose al sentido común, sabe que los bárbaros usan palabras diferentes a los griegos. Resulta evidente, por tanto, que el hábito y la costumbre son quienes ligan las palabras con las cosas. Crátilo, sin explicar cómo, dice saber que el lenguaje copia la realidad, y que Hermógenes de ningún modo es verdaderamente Hermógenes. Resulta que Hermógenes deriva de Hermes, dios asociado a la abundancia y la riqueza, y nuestro joven protagonista es pobre de solemnidad. Viendo que le arrebatan lo único que posee, su propio nombre, Hermógenes pide ayuda.

Sócrates tiene el día juguetón y decide divertirse tomándole el pelo a Hermógenes, que se deja hacer sin protestar. Entabla una larga conversación con su recién adquirido discípulo y, utilizando un argumento falaz, obtiene su asentimiento para justo lo contrario de lo que defendía en un principio. Sócrates le tiende una sencilla trampa y de camino le da un injusto repaso al relativismo de Protágoras:

SOC.- ¿Cómo, pues? Si yo nombro a cualquier ser…, por ejemplo, si a lo que actualmente lla-mamos «hombre» lo denomino «caballo» y a lo que ahora llamamos «caballo» lo denomino «hombre»(…)
HERM. – Yo desde luego, Sócrates, no conozco para el nombre otra exactitud que ésta: el que yo pueda dar a cada cosa un nombre, el que yo haya dispuesto, y que tú puedas darle otro, el que, a tu vez, dispongas. De esta forma veo que también en cada una de las ciudades hay nombres distintos para los mismos objetos: tanto para unos griegos a diferencia de otros, como para los griegos a diferencia de los bárbaros.
SÓC. – ¡Vaya! Veamos entonces, Hermógenes, si también te parece que sucede así con los se-res: que su esencia es distinta para cada individuo como mantenía Protágoras al decir que «el hombre es la medida de todas las cosas» (en el sentido, sin duda, de que tal como me parecen a mí las cosas, así son para mí, y tal como te parecen a ti, así son para ti), o si crees que los se-res tienen una cierta consistencia en su propia esencia.
HERM. – Ya en otra ocasión, Sócrates, me dejé arrastrar por la incertidumbre de lo que afirma Protágoras. Pero no me parece que sea así del todo. (op. cit., 385 a – 386 a)

Hermógenes cede y queda convencido de que el funcionamiento del lenguaje requiere que las palabras, de algún modo, se parezcan a las cosas a las que se refieren. Sócrates propone investigar juntos el asunto. Añade que sería ideal conocer las enseñanzas del sofista Pródico al respecto, pero que no ha podido escuchar el curso de cincuenta dracmas, sino solamente el de un dracma, así que tendrán que hacerlo solos, tomando los ejemplos de Homero.

Sócrates comienza entonces un interminable discurso, repleto de fantasiosas etimologías, en el que muestra cómo en las raíces de las palabras reside la esencia de las cosas. El discurso es una ingeniosa parodia del filosofar que, apoyándose en oscuras etimologías, cree descubrir antiguos secretos enterrados en el tiempo. Hermógenes le advierte que camina sobre arenas movedizas, a lo que Sócrates responde que se encuentra poseído y arrastrado por los caballos de Eutifrón Prospaltio, adivino y sacerdote ateniense. De este modo, sitúa en el mismo nivel los respetables discursos de los maestros de Atenas y los taimados pronunciamientos que los hombres sagrados reparten entre la masa, ignorante y supersticiosa.

La extrañeza del Crátilo reside en que Sócrates dedica más de la mitad de la obra a un discurso del que desconfía absolutamente y que no le provoca otra cosa que risa. Sin embargo, como veremos, la parodia y el humor son, en manos de Sócrates, armas de una fuerza demoledora.

Observemos cómo prueba, en primer lugar, la corrección de los nombres propios de héroes y dioses aprovechando la actitud bienintencionada e ingenua de Hermógenes. Cito el ejemplo del eufónico Tántalo:

SOC. – También el de Tántalos podría pensar cualquiera que es un nombre exacto y conforme a la naturaleza, si es verdad lo que de él se cuenta.
HERM. – ¿A qué te refieres?
SÓC. -A las muchas y terribles desventuras que le sobrevinieron en vida, cuyo colmo fue la ruina de toda su patria y, una vez muerto, la piedra, tan acorde con su nombre, «que gravita» (talanteía) sobre su cabeza en el Hades. Sencillamente, parece como si alguien hubiera querido darle el nombre de «el mayor sufridor» (talántaton), pero le hubiera nombrado y llamado disimuladamente Tántalos, en vez de aquello. (op. cit, 395 d-e)

Usando la misma técnica, va desvelando la realidad que se esconde tras los nombres de Agamenón («admirable» –agastós– por su «perseverancia» –epimoné–), Zeus (causante de la «vida» –zén–) o Cronos («pureza» sin mezcla de la «mente» –kóros noû–).

A continuación Sócrates pasa a estudiar la naturaleza de términos generales tales como dioses (theôi, como los astros, en movimiento y «a la carrera» –théonta–), hombre (ánthropos, «el que examina lo que ha visto» –anathrôn hà ópope–), alma (psyché, la que proporciona al cuerpo la capacidad de respirar y de «refrescar» –anapsychôn–) y cuerpo (sôma), no sin reconocer que puede estarse pasando de la raya pareciendo «más listo de lo conveniente». Es un tópico de la filosofía su análisis del origen del término sôma, donde mezcla una casualidad fonética con la mística religiosa de los órficos:

En efecto, hay quienes dicen que es la «tumba» (sêma) del alma, como si ésta estuviera enterrada en la actualidad. Y, dado que, a su vez, el alma manifiesta lo que manifiesta a través de éste, también se la llama justamente «signo» (sêma).
Sin embargo, creo que fueron Orfeo y los suyos quienes pusieron este nombre, sobre todo en la idea de que el alma expía las culpas que expía y de que tiene al cuerpo como recinto en el que «resguardarse» (soizetai) bajo la forma de prisión. Así pues, éste es el sôma (prisión) del alma, tal como se le nombra, mientras ésta expía sus culpas; y no hay que cambiar ni una letra. (op. cit., 400 c)

Continúa Sócrates con los nombres de los dioses (Artemis, insigne homófila, «odia la arada» –áro-ton misesáses– del varón en la mujer), fenómenos naturales (luna, selene, siempre tiene luz nueva y vieja –sélas néon kaì hénon aeí–) y, por último, conceptos intelectuales y morales.

Resulta muy interesante observar cómo Sócrates, a partir de la etimología de Cronos, va preparando el camino para cumplir un objetivo evidente de este diálogo, que es desprestigiar el pensamiento de un insigne competidor, Heráclito. Así, Sócrates atribuye a Heráclito dos tópicos famosísimos («todo se mueve y nada permanece», «no podrías sumergirte dos veces en el mismo río») que relacionan la estructura última de la realidad, semejante a un río, con Cronos (fuente –krounos–), padre de los dioses. Dice Sócrates que los hombres pusieron nombres de este tipo a los primeros dioses pues tenían una concepción de la realidad como algo en perpetuo devenir. Este «enjambre de sutilezas» etimológicas le da pie para una crítica de corte eleático hacia el testimonio de los sentidos, descartándolo como el mero efecto de un «mareo». Cito:

Pues de verdad, ¡por el perro!, que no creo ser mal adivino en lo que se me acaba de ocurrir: que los hombres de la remota antigüedad que pusieron los nombres –lo mismo que los sabios de hoy– de tanto darse la vuelta buscando cómo son los seres, se marean y, consecuentemente, les parece que las cosas giran y se mueven en todo lugar. En realidad, no juzgan culpable de esta opinión a su propia experiencia interior, sino que estiman que las cosas mismas son así; que no hay nada permanente ni consistente, sino que todo fluye, se mueve y está lleno de toda clase de movimiento y devenir continuo. (op. cit., 411 b-c)

Es en el análisis del término Justicia (dikaiosyne) donde la crítica de Platón a la forma de filosofar presocrática se vuelve más agresiva. Platón, obnubilado por el reciente descubrimiento del poder del razonamiento matemático, se burla sin compasión de las dos grandes joyas del pensamiento presocrático: el Logos-Fuego de Heráclito y la Necesidad-Justicia de Anaximandro. Ambos visionarios consideraron que, tras el caos aparente, existe una ley eterna que atraviesa (diaïón) el Universo en su totalidad. Heráclito la asocio al fuego que «se enciende y apaga según medida» y Anaximandro al apeiron sutil que crea y destruye «según sentencia del tiempo». Como ya advirtió Nietzsche, fueron los dos momentos más inspirados entre los primeros filósofos y, sin embargo, para el nuevo Platón, iniciado en los misterios de la razón matemática por la secta pitagórica, no son más que el producto de una contagiosa epidemia de gripe. Cito en este caso al Platón menos admirable, el que se esconde tras la máscara de Sócrates para combatir a sus enemigos filosóficos con argumentos propios del más mezquino de los sofistas:

Por consiguiente, puede que no sea fácil dilucidar si ello es así, o es como afirman los partidarios de Heráclito y muchos otros. Pero puede que tampoco sea propio de un hombre sensato encomendarse a los nombres engatusando a su propia alma y, con fe ciega en ellos y en quienes los pusieron, sostener con firmeza –como quien sabe algo– y juzgar contra sí mismo y contra los seres que sano no hay nada de nada, sino que todo rezuma como las vasijas de barro. En una palabra, lo mismo que quienes padecen de catarro, pensar que también las cosas tienen esta condición, que todas están sometidas a flujo y catarro. (op. cit. 440 c-d)

A medida que Sócrates progresa con sus etimologías, Hermógenes, desconfiado, le reprocha que ya le salen a «borbotones» a lo que Sócrates responde que corre desbocado pues ya ve cerca la meta. La meta no es otra que descifrar los términos metafísicos por excelencia: verdad (aletheia, un viaje divino –theîa oûsa ále–), ser (ón, lo que se mueve, ión) y no ser (ouk ón, lo que no se mueve, –ouk ión–).

Una vez que Sócrates ha terminado, Hermógenes, por fin, hace una pregunta inteligente: ¿de qué naturaleza es ese parecido entre las palabras y las cosas? Sócrates improvisa en el momento una disparatada filosofía del lenguaje. Existen, según dicen algunos, unos elementos primarios del lenguaje capaces de imitar, del mismo modo que la pintura, los componentes últimos de la realidad. Las sugerencias más cómicas son, por ejemplo, la «o», reservada a lo redondo, y la «a», apropiada para lo grande. Sócrates reconoce que a veces el mismo elemento señala a cosas contradictorias, pero como haría cualquier sofista, pasa olímpicamente de esas pequeñas minucias.

Por fin, llega el turno de Crátilo. Éste, encantado de que Sócrates haya abandonado el convencionalismo de Hermógenes por esta extraña teoría que atribuye a las palabras el poder imitativo que tiene la pintura, se atreve a entablar una discusión sobre los fundamentos de la misma. A Crátilo, aunque temeroso, le pierde la vanidad, y comienza diciéndole a Sócrates que le gustaría tomarlo como alumno pero que, misteriosamente inspirado por musas o dioses, ha logrado pronunciar un discurso totalmente acorde a sus ideas. Una vez que Crátilo acepta dialogar, Sócrates va a derribar la teoría mimética del lenguaje con la misma facilidad con que había hecho cambiar de opinión a Hermógenes.

Sócrates comienza argumentando que si el lenguaje es semejante a la pintura ha de ser también un arte. Del mismo modo que hay artistas buenos que imitan correctamente la realidad en su cuadros, también los habrá malos que lo hagan falsamente. Por tanto, lo mismo ha de ocurrir con los nombres: unos revelarán la esencia de las cosas mientras que otros no. Crátilo, atrapado y sin salida, no se digna argumentar, sino que pronuncia, sin pensarlas, las palabras mágicas del iluminado entre iluminados, Parménides. Existe, dice Crátilo, imitando al tramposo Gorgias, una identidad absoluta entre pensamiento, lenguaje y ser pues lo que no es, es imposible decirlo o pensarlo. Sócrates no duda en arrinconar a Crátilo y le pregunta qué ocurriría si alguien, en otra ciudad, le saludase llamándolo Hermógenes. Crátilo no tiene más remedio que responder con un auténtico disparate, afirmando que quien así le saludase no estaría más que emitiendo gruñidos. Crátilo es un buen ejemplo de que, muchas veces, el arte socrático para sembrar la duda y despertar el saber mediante el diálogo, es ciertamente inútil. No funciona con aquellos que tienen pánico a reconocer su ignorancia. Estamos ante la estupidez peligrosa del dogmático.

Sócrates, algo aburrido ya, lo intenta de otro modo. Crátilo sigue sosteniendo que existen elementos primarios del lenguaje que manifiestan la esencia de la cosa. Los nombres, compuestos de elementos primarios, son, por tanto, retratos fieles de los seres. Para desarmar a Crátilo, Sócrates busca un ejemplo evidente que contradiga esta teoría. Anteriormente, entre los elementos primarios, habían convenido que la «l» se asemeja, dado su sonido peculiar, a «lo liso y lo blando», mientras que la «r», al movimiento y la rigidez. Sin embargo, la palabra skleros significa «rigidez» y contiene la «l», y cuando se la utiliza entre griegos se da el entendimiento mutuo. Crátilo, sin más opción, responde «pero por la costumbre», con lo que admite de una vez el convencionalismo que en un principio rechazaba.
Merece la pena destacar en este momento que no estamos ante un diálogo filosófico en el que mentes puras se ayudan mutuamente en la búsqueda de la verdad sino ante un enfrentamiento dialéctico en el que Sócrates defiende sin avergonzarse una teoría que había refutado anteriormente y Crátilo intenta, por todos los medios, no dejarse humillar. La victoria abrumadora de Sócrates no nos lleva hasta la verdad y no mejora la disposición a aprender de Crátilo.

Sócrates continúa con su argumentación: Si los nombres son establecidos por el hábito y la costumbre está claro que su estudio no puede revelarnos la esencia de las cosas. Por ejemplo, ignorancia (amathía, el «movimiento de lo que marcha en compañía de dios» –poreía toû háma theôi ióntos–) es afín a comprensión (synesis, el alma «acompaña a las cosas» –symporeúesthai– en su movimiento). Por lo tanto, la investigación de los significados profundos de los nombres no es un método de investigación filosófica válido.

Se abre la puerta de este modo a una nueva forma de concebir el ser y el conocer que es la propia de Platón. ¿Qué es mejor, se pregunta Sócrates en su peculiar modo retórico, conocer los seres a partir de una imagen dudosa, el nombre, o tratando directamente con ellos?

… que no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que a partir de los nombres. (op. cit. 439 b)

El conocimiento, por tanto, sólo es posible de aquello que es en sí y se mantiene siempre igual, como lo bello, lo bueno o similares. Todo está ya a punto para que Sócrates desaparezca de la escena y su personaje sea poseído por el venerable Platón de La República.

El diálogo concluye: Crátilo y Sócrates se despiden prometiendo darse noticias de futuras investigaciones. Entre líneas, sin embargo, Platón nos da pie para imaginar la risa socarrona de Sócrates y la prisa y el rencor del avergonzado Crátilo.

Quisiera concluir resaltando la idea básica que he intentado transmitir a lo largo de este artículo. El mérito del Crátilo no es la exposición germinal de la Teoría de las Ideas, ni las críticas poco inspiradas a Heráclito y Anaximandro sino el retrato genial del humor socrático. Fue un maestro de la impertinencia, siempre jugando con dobles sentidos, e ironías imperceptibles, para mostrar la verdad acerca del nuevo traje del emperador. Es a Sócrates vivo a quien echamos de menos cuando vemos cómo prolifera hoy día el modo de investigación filosófica estéril en que se obstina Crátilo. La filosofía se autodevora cuando, en lugar de ir a buscar a los seres en sí mismos, se queda sólo en las palabras.

Quizás el discípulo más aventajado de Crátilo a lo largo del siglo XX fue Heidegger. Al filósofo alemán le debemos el haber convertido la investigación filosófica en la reflexión sobre etimologías arbitrarias de dudosa erudición. Su perniciosa influencia tiene una cura difícil, pero posible, si se aprecia en lo que vale el discurso iconoclasta de Thomas Bernhard. Podemos considerar a Bernhard una especie de avatar socrático, provisto de la misma contundencia dialéctica y la misma facilidad para crearse enemigos. Así habla de Heidegger:

Heidegger tenía un rostro ordinario, no un rostro inteligente, dijo Reger, era totalmente un hombre poco inteligente, carente de toda fantasía, carente de toda sensibilidad, un rumiante filósofo superalemán, una vaca filosófica constantemente preñada, dijo Reger, que pastaba en la filosofía alemana y durante decenios dejó caer sobre ella en la Selva Negra sus coquetas bo-ñigas (…) Heidegger era un charlatán del mercado filosófico, que sólo llevaba al mercado gé-nero robado, era y es el prototipo del repensador, al que le faltaba todo, pero realmente todo, para pensar por sí mismo. El método heideggeriano consistía en hacer de grandes pensamien-tos ajenos, con la mayor falta de escrúpulos, pequeños pensamientos propios, así son las cosas. Heidegger ha empequeñecido todo lo grande, de forma que se ha vuelto alemanamente posible, comprende, alemanamente posible. (Thomas Berhnard: Maestros Antiguos, pp. 58-59.)

5 comentarios en “Eugenio Sánchez Bravo: Notas al Crátilo de Platón.

  1. Lo que dice Thomas Bernhard de Heidegger es
    tan elemental que lo podrían decir hasta los abuelos de mi pueblo.
    Thomas Bernhadt: «Hay que estudiar más»·.

    1. Hola Juan, para Bernhard el caso Heidegger estaba claro y no creo que tuviese nada que ver con la «falta de estudio».

      Otra cosa, mi punto de vista es enemigo del academicismo: hay más filosofía en una página de Bernhard o Platón que en las obras completas de Heidegger.

      Un saludo.

  2. Totalmente de acuerdo. El academicismo ha hecho mucho daño a la Filosofía y también al Psicoanálisis. A menudo, un filósofo es grande cuando hace algo nuevo que todos en su época desprecian. Pienso en Heráclito ya que hablamos del Crátilo.

    Felicies fiestas para ti también.

    Un abrazo.

  3. Estimado Eugenio Sánchez Bravo. La imagen del símil de la Caverna de Platón, que ocupaste en otra oportunidad, ¿a quien pertenece? Muchas gracias

  4. Estimado Eugenio Sánchez Bravo. La imagen del símil de la Caverna de Platón, que ocupaste en otra oportunidad, ¿a quien pertenece? Muchas gracias

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