Leonardo Sciascia: La desaparición de Majorana. Juan Manuel Salmerón Arjona (tr.). Barcelona: Tusquets, 2007.
Leonardo Sciascia, de quien ya hemos comentado en este blog sus novelas Los apuñaladores y Todo modo, es un autor de una extraordinaria sensibilidad e inteligencia. En su obra es habitual la reconstrucción de episodios históricos a partir de textos jurídicos técnicos e impersonales (La Bruja y el capitán, Los apuñaladores…) . Es capaz de dar vida a ese montón de papeles cubiertos de polvo y devorados por el olvido gracias a una capacidad de empatía sobresaliente. Además, Sciascia no se conforma simplemente con revivirlos sino que hace de la literatura un espejo de la complejidad y de las sombras que hay en cada historial real. Si la vida está llena de matices la literatura de Sciascia también.
La desaparición de Majorana cuenta una historia sencilla sobre un héroe anónimo. Ettore Majorana fue un físico brillante que a principios de los años treinta que trabajó junto a Heisenberg y Fermi en el descubrimiento de los misterios del átomo. Desapareció en 1938 tras dejar algunas cartas de suicidio. Sciascia supone que el miedo a las consecuencias terribles del camino que había tomado la física fue el motivo por el que decidió desaparecer, abandonar la ciencia y recluirse en un monasterio. Para Sciascia Majorana es un verdadero héroe, el científico que fue capaz de renunciar al saber cuando vislumbró los peligros de la fisión nuclear. El tipo opuesto a Majorana fue el servilismo del arrepentido Oppenheimer que fabricó en Los Alamos un diabólico artefacto capaz de borrar a cien mil personas en un segundo.
Además de esta interesante historia Sciascia nos deja algunas citas y observaciones valiosas en sí mismas. Selecciono tres párrafos: el primero, dedicado a la policía, es típico de la desconfianza del autor respecto al poder, el segundo, una cita de Proust que constituye un contundente varapalo a la medicina como ciencia y el tercero las famosas palabras de Próspero en La Tesmpestad de Shakespeare. Ahí quedan.
El ciudadano que nunca ha hecho nada contra la ley ni ha tenido que recurrir a ella por agravios de otros; el ciudadano que vive como si la policía sólo existiera para cumplir trámites administrativos como el pasaporte o la licencia de armas (de caza), si de pronto, por circunstancias de la vida, se ve obligado a apelar a la ley, a necesitarla como institución, siente que lo acomete un desamparo, una impaciencia, una rabia muy grandes, y tiende a pensar que la seguridad pública, en la medida en que existe, se debe más a la poca y esporádica tendencia del hombre a delinquir que al celo, la eficiencia y la sagacidad de la policía. Es una impresión en parte objetiva, y que vale más o menos para todo tiempo y lugar. (p. 23)
Es un poco lo mismo que dice Bergotte sobre el profesor Cottard, y en general sobre la figura del médico, en la A la recherche: «Es un imbécil. Admitiendo que eso no le impida ser un buen médico, lo cual me parece difícil, desde luego sí le impide ser un buen médico de artistas, de personas inteligentes… Las enfermedades de las personas inteligentes son fruto, en sus tres cuartas partes, de la inteligencia. Necesitan un médico que al menos sea consciente de eso. ¿Cómo quiere que lo cure Cottard? El sabe lo mal que se digieren las salsas, qué es una indigestión, pero no piensa en que se haya leído a Shakespeare… Dirá que padece usted dilatación de estómago, ¿para qué hacer visitas? Se le ve en los ojos el diagnóstico, se le refleja en las gafas». Proust no pensaba que Cottard fuera imbécil, ni nosotros queremos decir que lo sea la policía. Pero nos resulta imposible imaginar que el drama de un hombre inteligente, su voluntad de desaparecer, sus razones, puedan haberse reflejado en las gafas de un comisario de policía, de Bocchini, por ejemplo, de otro modo que como sinrazón, como locura. (pp. 26-27)…
y nos trae otras del mismo Próspero, misma escena del acto IV de La tempestad, penúltima obra de Shakespeare, última en cierto sentido: «Nuestros actores, como ya digo, no eran sino espíritus, y en el aire, en el aire leve se han disuelto. E idénticas, por su fábrica sin fundamento, a esta visión, también las torres encapotadas de nubes, los espléndidos palacios, los sagrados templos, el mismo globo terráqueo y todo cuanto contiene, están abocados a disolverse y, al igual que esas formas sin cuerpo que acabáis de ver desaparecer, tampoco dejarán tras de sí ni aun una leve nube. Estamos hechos de la misma sustancia que los sueños y nuestra corta vida acaba en un dormir» (p. 110)
P. D.: Si no has leído nunca a Sciascia busca y lee su obra maestra El caballero y la muerte. Es uno de esos pocos libros que jamás se olvidan.