David Shields – Shane Salerno: Salinger (2013)

David Shields & Shane Salerno: Salinger. Javier Calvo (tr.) Barcelona: Seix-Barral, 2014.

Antes de que Glenn Gould abandonase para siempre los escenarios en 1964 para llevar a cabo la grabación perfecta de las Variaciones Goldberg, y antes de que Bobby Fischer sucumbiese a la presión de ganar la Guerra Fría sobre un tablero en 1972, J. D. Salinger ya había buscado refugio en las colinas de New Hampshire tras haber publicado en 1948 el mejor relato que he leído en mi vida «Un día perfecto para el pez plátano», el primero de la recopilación titulada Nueve cuentos (1953).  El arte de la desaparición los convirtió en leyendas. Paradójicamente, en la sociedad del espectáculo la fama de quienes renuncian a ella aumenta de modo exponencial.

David Shields, crítico y novelista de relativo prestigio, y Shane Salernoguionista del Armageddon de Michael Bay y más cosas, reúnen en este volumen de 734 páginas materiales desconocidos acerca de la vida y obra de J. D. Salinger. Presentados en forma de collage, aunque yo diría más bien que de simple borrador, el análisis crítico-literario ocupa sólo dos páginas. El resto no es más que leyenda épica y cotilleo de dudoso gusto para incondicionales.

Salinger, muy a lo Wittgenstein, estaba convencido de que no se convertiría en un auténtico escritor si antes no se forjaba como hombre en el campo de batalla. Así que se alistó en el ejército y participó en el desembarco de Normandía. Un jovencito de clase media alta, algo rebelde, atrapado en una relación platónica con una mujer fascinante, Oona O’Neill, se ve de repente en medio del horror de la guerra. Para frenar a esa máquina de fabricar cadáveres que va haciéndole pedazos el alma, Salinger teclea en las trincheras lo que será su peculiar Tractatus, El guardián entre el centeno.

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J. D. Salinger, en plena guerra, retocando el manuscrito de «El guardián entre el centeno». El arte como tabla de salvación.

Hace años leí que Salinger había sido agente de contraespionaje y me aterrorizaba pensar que podía haber ejercido de torturador sin escrúpulos. Pero, según cuentan Shields y Salerno, en realidad le bastaba con obligar a los prisioneros a cavar un agujero de dos por uno y, si eso no funcionaba, amenazarles con entregarlos a partisanos hambrientos de venganza. No sé si acabar de creérmelo, pero parece que ya en aquella época la política de Estados Unidos consistía en externalizar los interrogatorios difíciles.

El avance de las tropas aliadas no fue fácil. Sólo en el bosque de Hürtgen la estupidez megalómana de los generales provocó más de veinticuatro mil bajas. Y uno no puede dejar de pensar en los Senderos de gloria de Kubrick (1957). Pero lo peor estaba por llegar: en la primavera de 1945 la unidad de Salinger fue de las primeras en entrar en un campo de concentración: Kaufering IV, anexo de Dachau. Además de los cadáveres amontonados por todas partes, los nazis habían encerrado a los prisioneros en barracones y los habían quemado vivos. Decía Salinger que «el olor a carne quemada nunca te lo puedes sacar por completo de las narices, da igual cuánto tiempo vivas.» (p. 188).

El Salinger anterior a la guerra, el escritor ambicioso y satisfecho por haber colado un relato en The New Yorker, desapareció para siempre entre los gemidos de los escasos supervivientes. Lo que quedó de él (nada, vacío, desfondamiento, abismo) fue lo que convirtió a las obras citadas arriba en la más perfecta expresión del horror del Holocausto. Precisamente, por eso… porque en ningún momento aparece mencionado.

Hemingway y Salinger se encontraron al menos dos veces a lo largo de la guerra. El autor de Muerte en la tarde introdujo la teoría del iceberg en la literatura. Un relato, decía, debe ser como un iceberg, es decir, sólo siete octavas partes de lo que puede ser dicho deben ser visibles. De ese modo no sólo es el lector quien construye la historia sino que puede abrirse paso lo innombrable que Salinger había entrevisto en Dachau. Ese es el horror que actúa como trasfondo en el suicidio del protagonista de «Un día perfecto para el pez plátano» y justifica que Holden Caulfield prefiera encerrarse para siempre en un psiquiátrico antes que ingresar en el mundo adulto.

Tras la guerra, Salinger se convirtió en detective uniformado a la caza de criminales nazis. No lo hizo demasiado bien: terminó contrayendo matrimonio con Sylvia, una informante de la Gestapo que lo utilizó para establecerse en Estados Unidos. Cuando Salinger se dio cuenta del error era demasiado tarde. Tras el divorcio, en un gesto de negación bastante pueril, intentó borrar todas las huellas de esta humillación.

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Después de Nueve cuentos y El guardián entre el centeno, Salinger publicó Franny y Zooey (1961). Nadie puede mantener la cordura si se identifica demasiado tiempo con Holden Caulfield, cuya misión imposible es proteger la inocencia infantil del horror del mundo.

Schopenhauer defendía en El mundo como voluntad y representación que cuando uno se vuelve consciente de que es una voluntad ciega, irracional y caótica la que gobierna el universo sólo queda una salida ética posible: la autoaniquilación. Esta es la esencia del hinduismo advaita vedanta al que Salinger se aferró para escapar de la locura: no eres tu cuerpo, no eres tu mente, renuncia a tu nombre y a tu fama, desapego, ausencia de deseo, cese de todos los anhelos. Aunque Franny y Zooey son relatos que mantienen todavía cierto pulso narrativo, son ya, al mismo tiempo, inverosímiles panfletos religiosos en boca de niños sabelotodo. Si la guerra mató al joven Salinger, la religión sepultó al genio literario.

El último de sus libros publicados, Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción (1963), recibió una críticas terribles. Recuerdo haberlo leído en mi juventud y experimentar una enorme decepción que no era capaz de expresar con palabras. Fue Norman Mailer en julio de ese mismo año quien crucificó definitivamente a Salinger en un artículo para la revista Esquire: «El segundo relato, titulado «Seymour: una introducción», debe de ser el texto en prosa más descuidado que ha publicado jamás un escritor americano importante.» Aunque se sabe que siguió escribiendo con regularidad, nunca volvió a publicar hasta su muerte en 2010 a los 91 años.

Hasta aquí las pocas páginas serias del libro de Shields y Salerno.

El resto son detalles biográficos que no aportan nada relevante para la comprensión de su obra: que si tenía un testículo ectópico, que su afición adolescente al teatro le servía para interpretar papeles de mujer, que si sólo le gustaban las jovencitas, que fue un marido y un padre desastroso, que inspiró a tres psicópatas en los ochenta (Chapman -Lennon-,  Hinckley -Reagan-, Robert Bardo -Rebecca Schaeffer-)…

Supongo que no lo podemos evitar, que es el espíritu de nuestro tiempo, convertirlo todo en un vertedero.

A partir del libro Shane Salerno rodó un documental titulado Salinger que tiene los mismos defectos que he mencionado arriba. A mi entender, lo empeora todo al centrarse casi exclusivamente en la vida privada del autor.

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