Simone Weil: A la espera de Dios (1949)

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…para quien verdaderamente ama,
la compasión es un tormento.

Simone Weil: A la espera de Dios. María Tabuyo y Agustín López (tr.). Carlos Ortega (pr.). Madrid: Trotta, 2009, 5ª ed.

Este volumen de la obra de Simone Weil incluye un prólogo algo contradictorio que empieza relatando vida y milagros de la autora para terminar con la recomendación de poner entre paréntesis su biografía personal y entregarse a la «belleza desnuda» de los textos. El problema es que lo único interesante de este libro es la correspondencia con el sacerdote J. M. Perrin. El resto tiene un tono excesivamente académico, un discurso aristotélico-tomista lejos de la originalidad e inspiración de otros textos de Weil.

Así que para comentar A la espera de Dios no queda más remedio que reseñar sus andanzas en medio de una Europa convulsa: cómo repartía su salario de profesora de Filosofía entre los obreros, cómo expuso una sensibilidad extrema como la suya al trabajo infernal en una fábrica, cómo se libró de la cárcel cuando el juez comprendió que mezclarse con delincuentes y prostitutas era algo que la filósofa deseaba, cómo intimó con las muchachas afroamericanas en las Iglesias baptistas de Harlem…

En las Cartas al padre Perrin, Weil se expresa desde la absoluta humildad, desde la voluntad de querer ser nada para así ser digna de la Gracia. Dice, con total convencimiento, no ser merecedora del Bautismo o de cualquier otro Sacramento pues no ha alcanzado la perfección en la «renuncia a ser».

La capacidad de empatía de Weil es tal, su identificación con la «humanidad» tan sobrehumana, que afirma llevar en sí misma «el germen de todos los crímenes». El amor de Weil no entiende de fronteras o limitaciones morales: «Sé que si en este momento tuviera ante mí una veintena de jóvenes alemanes cantando himnos nazis a coro, una parte de mi alma se haría inmediatamente nazi.» Esta forma mística de amor es incompatible con la ortodoxia de las Iglesias pues posee en el fondo el mismo potencial desestabilizador que los delirios eróticos de Sade o Bataille.

La carta más extensa es una autobiografía de la que destacaría, aparte de su inclinación franciscana a la pobreza, la crudeza de los términos con los que recuerda su trabajo en la fábrica. Disuelto su yo en la masa anónima de compañeros, hizo suyo el sufrimiento de todos. A partir de entonces sintió que había recibido para siempre la marca de la esclavitud. Esta experiencia radical de la desdicha humana se manifiesta de forma terrible en su vida cotidiana:

Lo que allí sufrí me marcó de tal forma que, todavía hoy, cuando un ser humano, quienquiera que sea y en nó importa qué circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo evitar la impresión de que debe haber un error y que, sin duda, ese error va desgraciadamente a disiparse. (p. 40)

El giro de Weil desde el marxismo al cristianismo no era algo extraño en la época. Pienso ahora en ese profeta oscuro que fue T. S. Eliot. En cualquier caso, Weil llega a la mística sin haber buscado jamás a Dios, sin marcos teóricos para conceptualizar su experiencia. Cuando el alma se encuentra en esa disposición un poema como Love 1 de George Herbert puede interpretarse de muchas formas y más de una poco ortodoxa.

La sensibilidad hacia lo sagrado en Weil es de tal naturaleza que no podría ser encorsetada dentro de ninguna de las grandes religiones. Se siente próxima a San Juan de la Cruz o al Maestro Eckhart pero es consciente de que la Iglesia como institución ha perpetrado «los abusos de poder más atroces» y está en el origen del dogmatismo totalitario de los partidos políticos.

Es en la carta que lleva por título «Últimos pensamientos» donde encuentro las confesiones más amargas. En primer lugar, la marca de la esclavitud, el pensamiento de que la tendencia natural en el ser humano es la misma que «empuja a las gallinas, cuando advierten que una de ellas está herida, a arrojársele encima a picotazos.» En segundo lugar, la identificación del camino hacia dios con una senda de autodestrucción perversa: «cuantas veces pienso en la crucifixión de Cristo cometo el pecado de envidia». Sólo en la más extrema humillación y desdicha tiene mérito mantener la fe. El sadismo inexplicable del dios de Job es el territorio de lo sagrado para Weil. En la ausencia de dios, cuando una «especie de horror inunda toda el alma», es cuando lo sagrado se muestra.

Por una extraña inversión, el pensamiento de la cólera de Dios no suscita en mí más que el amor. Es el pensamiento del posible favor de Dios, de su misericordia, lo que me causa una especie de temor, lo que me hace temblar.

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El Amor me acogió, mas mi alma se apartaba,
culpable de polvo y de pecado.
Pero el Amor que todo lo ve, observando
mi entrada vacilante
se acercó hasta mí, diciéndome con dulzura:
¿hay algo que eches en falta?
Un invitado, respondí, digno de encontrarse aquí.
Tú serás ese invitado, dijo el Amor.
¿Yo, el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi amado!
yo no puedo mirarte.
El Amor tomó mi mano y replicó sonriente:
¿quién ha hecho esos ojos sino yo?
Es cierto, señor, pero yo los ensucié; que mi vergüenza
vaya donde se merece.
¿Y no sabes, dijo el Amor, quién ha tomado sobre sí la culpa?
¡Mi amado! Entonces, podré quedarme…
Siéntate, dijo el Amor, y degusta mis manjares.
Así que me senté y comí.

3 comentarios en “Simone Weil: A la espera de Dios (1949)

  1. Buenas Eugenio: ¿No es Weil, en cierta medida, una especie de representación de aquella figura del santo a la que se refería Schopenhauer? Me recuerda mucho cuando habla de ese com-padecer con el otro; de cargarse a las espaldas todo el sufrimiento y dolor del mundo. Supongo que la santidad de la filósofa es bien distinta de aquella que profesaban los fakires renunciantes del pensador alemán. Últimamente ando inquieto tratando de encontrar uno de esos genios santos que tan bien describe Schopenhauer (a ser posible en la actualidad). ¡Saludos!

    1. Hola Carlos, hay sólo una afinidad muy lejana. Las diferencias son tan importantes que el hecho de que en ambos casos se empatice con el sufrimiento de la humanidad entera no es muy relevante. Piensa que Schopenhauer es idealista y la santidad es una renuncia a un mundo dirigido por una voluntad ciega e irracional, mientras que Weil empieza en el marxismo y al final del camino encuentra una dimensión de lo sagrado muy afín a la mística cristiana.

      No acabo de encajarlos.

      Saludos.
      Eugenio.

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