Thomas Pynchon: Al límite. Vicente Campos González (tr.) Barcelona: Tusquets, 2014.
Thomas Pynchon, David Foster Wallace y Don DeLillo son los tres grandes de la narrativa norteamericana de los últimos tiempos. He leído con interés sus análisis de los atentados del 11/S.
DeLillo les dedicó una novela titulada El hombre del salto. Antes de abrirla uno espera que el texto oscile más hacia el ensayo político o el artículo de opinión que hacia ficción o la metafísica. Pero es esto último lo que ocurre. El hombre del salto no es una «novela política», sino un ensayo sobre el tiempo y sobre cómo y por qué a veces parece detenerse. Eso no significa que Delillo no sea un intelectual comprometido contra los desmanes de la era Bush. Al contrario, en este tema, en un movimiento que ahora veo sabio y prudente, no le da la gana de mezclar literatura -arte- y política.
Foster Wallace publicó un breve artículo en Rolling Stone con el título «9/11: The View From the Midwest«. Si alguien tenía la pluma afilada para escribir algo crítico y hasta conspiranoico era Foster Wallace y, sin embargo, cuando leemos su texto nos encontramos un conmovedor mea culpa. El autor se siente excluido de ese sentimiento generalizado de sacar las banderas y rezar juntos que caracterizó a los Estados Unidos de los días posteriores al 11/S. Se siente culpable por no poder evitar reconocer en los discursos de Bush líneas ridículas de La jungla de cristal y en los atentados una maniobra torticera que no es extraña a la política exterior estadounidense.
No one else seems to notice Bush’s weird little lightless eyes seem to get closer and closer together throughout his taped statement, nor that some of his lines sound almost plagiaristically identical to statements made by Bruce Willis (as a right-wing wacko, recall) in The Siege a couple years back. Nor that at least some of the shock of the last two hours has been how closely various shots and scenes have mirrored the plots of everything from Die Hard I-III and Air Force One to Tom Clancy’s Debt of Honor. Nobody’s edgy or sophisticated enough to lodge the sick and obvious po-mo complaint: We’ve Seen This Before. Instead what they do is all sit together and feel really bad, and pray.
La literatura de Pynchon es toda fuegos de artificio. Nada sólido se sostiene: todo está infectado por el virus del humor, la ironía, el cinismo y la irreverencia pop. En un mundo saturado de información, la verdad no es posible.
Puedes mirar mi trabajo hasta quedarte bizco y no encontrarás nunca ningún significado profundo. Veo algo interesante, lo grabo, nada más. Si quieres que te dé mi opinión, el futuro del cine…, algún día habrá más banda ancha, más archivos de vídeo colgados en internet, todo el mundo lo grabará todo, y entonces habrá demasiadas cosas que ver, y nada tendrá el menor significado. Considérame un profeta de ese futuro. (2482)
Sin embargo, en Al límite Pynchon se atreve con la verdad. Menciona los negocios de la familia Bush con los Bin Laden, las extrañas operaciones de Bolsa que días antes del 11/S penalizaban sin motivo a las compañías aéreas cuyos aviones serían secuestrados. Pero si te dejas llevar por ese tipo de indicios terminas creyendo que también Pearl Harbor fue una conspiración, que el 11/S es una repetición del incendio del Reichstag, que se ha instalado una ley marcial global donde todas las comunicaciones son escrutadas por un gobierno en la sombra y que nunca estuvimos en la Luna. El efecto final es contraproducente porque se llega a la conclusión que beneficia al poder: la renuncia al conocimiento porque la verdad no existe.
Frente a esta confusión la protagonista de Al límite intenta mantener la cordura y fracasa. Sabe que el Gobierno se la ha jugado al pueblo estadounidense, sabe también que no hay explicaciones simples, que el derrumbe de las Torres es una historia compleja, turbia y confusa, que «nadie es tan bueno» como para urdir un golpe de Estado tan perfecto, sabe que cosas parecidas al 11 de septiembre ya han ocurrido en el pasado, sabe que, inconscientemente, el pueblo norteamericano es propenso a la sumisión y en el fondo se sabe culpable y es una sensación que le gusta. Pynchon escenifica esto último en una interesante escena de sexo entre Maxine, la representante de la América progresista y libertaria, y Windust, el asesino sin escrúpulos al servicio de los oscuros intereses del Pentágono.
Dentro del apartamento, Windust no pierde tiempo. —Al suelo. —Parece poseído por una especie de rabia erótica. Ella lo mira—. Ahora. ¿No debería ella responderle: «¿Sabes qué te digo?, encúlate tú solo, te divertirás más», y marcharse de allí? Pero no, en vez de eso, docilidad instantánea: se arrodilla. Rápidamente, sin más discusión, aunque una cama ajena tampoco habría supuesto una opción mejor, se ha unido a meses de porquería acumulada en una alfombra por la que no se ha pasado la aspiradora, boca abajo, el culo en pompa, la falda levantada; las uñas no precisamente cuidadas de Windust desgarran metódicamente los pantis de color gris pardo que ella tardó veinte minutos, como poco, en elegir en Saks no hace tanto, y su polla la penetra con tan poca resistencia que Maxine debía de estar húmeda sin haberlo notado. Las manos de Windust, manos de asesino, la aferran con fuerza de las caderas, justo donde importa, justo en el punto donde un grupo diabólico de receptores nerviosos de los que ella hasta ahora sólo había sido vagamente consciente esperaban que los encontraran y utilizaran como botones en un mando de videojuegos…, no sabe si es él el que se mueve o si es ella misma…, una distinción a la que no merece la pena darle muchas vueltas, ni siquiera alguna, aunque en ciertos círculos se sostiene que es fundamental… Abajo, en el suelo, con la nariz a la altura de una toma de corriente, se imagina durante un segundo que ve un intenso fulgor eléctrico detrás de las ranuras paralelas del enchufe. Algo, del tamaño de un ratón, se escabulle por los límites de su campo de visión, y es Lester Traipse, la tímida y maltratada alma de Lester, necesitada de refugio, abandonada por todos, también, es verdad, por Maxine. Lester se levanta ante la toma de corriente, la toca, separa los lados de una de las ranuras como si fuera una puerta, mira hacia atrás, disculpándose, y se desliza hacia el brillo aniquilador. Desaparece. Ella grita, aunque no precisamente por Lester. (4431)
La conclusión a la que llega el autor es algo en lo que he pensado a menudo ante muchas de las imágenes de catástrofes que nos llegan desde África. Al ver las calles de Nueva York cubiertas por una nube negra de ceniza y escombros, Pynchon cae en la cuenta de que vivimos «un tiempo prestado«.
Sin preocuparnos nunca de quién paga, de quién se está muriendo de hambre en otra parte, esa gente amontonada y aplastada por ahí para que nosotros tengamos comida barata, una casa, un jardín en las afueras…, a escala planetaria, más cada día que pasa, el desquite va preparándose. Y, mientras tanto, la única ayuda que recibimos de los medios es el lloriqueo por los muertos inocentes. Bua, bua; joder, nada más. ¿Sabes una cosa? Todos los muertos son inocentes. No hay ninguno que no lo sea. (5818)
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Gracias a medicinapsicodélica por la recomendación.
Asignatura pendiente ésta de leer a Pynchon, después de esta entrada tuya va a ser la próxima novela que lea en cuanto acabe «Trópico de Capricornio».
Yo también he pensado, incluso alucino, no entiendo pero és.
Gracias por tus entradas.
Corrijo: «Trópico de cáncer»