Jean-Claude Carrière: El círculo de los mentirosos. Cuentos filosóficos del mundo entero. Néstor Busquets (tr.) Barcelona: Lumen, 2008.
Jean-Claude Carrière es un conocido guionista francés nacido en 1931. Colaboró con Luis Buñuel en Belle de Jour (1967), El discreto encanto de la burguesía (1972) y Ese oscuro objeto del deseo (1977). Otros de sus guiones han sido El tambor de hojalata (1979, adaptación de la famosa novela de Günter Grass), La insoportable levedad del ser (1978, adaptación de la novela homónima de Milan Kundera) y Milou en mayo (1989, dirigida por el incomparable Louis Malle)
En este libro, del cual existe un segundo tomo titulado El segundo círculo de los mentirosos, Carriére recopila leyendas y relatos del mundo entero con un mensaje filosófico. Están todas las tradiciones imaginables: africana, budista, china, armenia, sufí, judía… En general, la paradoja tipo zen es lo más frecuente e interesante. Los cuentos están organizados por temas: el sueño, la muerte, la justicia , el deseo…
Un libro de consulta interesante y un buen material para las clases de filosofía.
En cualquier caso, Carrière no se olvida de mi historia favorita, citada por Baudrillard De la seducción:
«Como la historia del soldado que se encuentra con la muerte en el desvío de un mercado, y cree verle hacer un gesto amenazador hacia él. Corre al palacio del rey a pedirle su mejor caballo para huir de la muerte durante la noche, lejos, muy lejos, hasta Samarkande. Con motivo de ello el rey convoca a la muerte al palacio para reprocharle que espante de ese modo a uno de sus mejores soldados. Pero ésta le contesta asombrada: «No he querido causarle miedo. Era solamente un gesto de sorpresa, al ver aquí a ese soldado, cuando teníamos cita a partir de mañana en Samarkande.»
Jean Baudrillard, De la seducción.
La versión que da Carrière es la del poeta persa del s. XII :
La historia más célebre que se refiere a la muerte es de origen persa. Así la cuenta Farid ud-Din Attar.
Una mañana, el califa de una gran ciudad vio que su primer visir se presentaba ante él en un estado de gran agitación. Le preguntó por la razón de aquella aparente inquietud y el visir le dijo:
—Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
—¿Por qué?
—Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
—¿La muerte?
—Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chai rojo. Allí estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y esta noche puedo llegar a Samarkanda.
—¿De verdad que era la muerte? ¿Estás seguro?
—Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tu y estoy seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.
El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.
Un instante después el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto, decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Solo, fue hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la mirada y la vio, la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo. Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, con el rostro medio cubierto por un chai rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.
El califa se dirigió hacia la muerte. Esta, a pesar del disfraz, lo reconoció al instante y se inclinó en señal de respeto.—Tengo que hacerte una pregunta —le dijo el califa en voz baja.
—Te escucho.
—Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire amenazante?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:—No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente, cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.
—¿Por qué sorpresa? —preguntó el califa.
—Porque —contestó la muerte— no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él esta noche en Samarkanda.