Dostoievski, Crimen y castigo

Fiódor Dostoievski nació en Moscú en 1821. Su padre fue un hombre mezquino, repulsivo, alcohólico, avaro y extremadamente lujurioso. En 1838 envió al joven Dostoievski a San Petersburgo para estudiar en la Escuela de Ingenieros Militares. Una vez que el padre muere el escritor decidió dedicarse por completo a la literatura. Publica Pobres gentes, obra de inspiración socialista que retrata la situación de los más desfavorecidos. A continuación El doble (Madrid: Alianza, 2005), el impresionante retrato en primera persona de un psicópata. Su pertenencia a un grupúsculo comunista subversivo le cuesta una condena de cuatro años en Siberia y cinco de servicio militar en Mongolia.

Tras diez años de exilio forzoso regresa a San Petersburgo y continúa su carrera literaria con la novela Humillados y ofendidos (Madrid: Punto de Lectura, 2002) y los revolucionarios Apuntes del subsuelo (Madrid: Alianza, 2005).

Ludópata empedernido, se ve acosado por las deudas y los acreedores. Abandona Rusia y viaja por Europa de casino en casino. A esta época pertenecen sus mejores novelas: El jugador (Madrid: Alianza, 2005), Crimen y castigo (Madrid: Alianza, 2005), Los demonios (Madrid: Alianza, 2005) y El idiota (Madrid: Alianza, 2005).

Regresa a Rusia en 1873, consagrado ya como estritor. Su última novela es Los hermanos Karamazov (Madrid: Debate, 2000), obra cumbre de la literatura universal. Murió en San Petersburgo en 1881.

Tras su condena en Siberia, Dostoievski cambió la ideología comunista, presente en sus novelas Pobres gentes o Humillados y ofendidos, por un cristianismo místico como vía de salvación. Así ocurre con los protagonistas de Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, Raskolnikov y Aliosha respectivamente.

Por último, es necesario dar una explicación biográfica del excesivo número de páginas de las novelas de Dostoievski. Las severas penurias económicas que padeció toda su vida le obligaban a la escritura por entregas. Así, tanto Crimen y castigo como Los hermanos Karamazov fueron publicadas como seriales en la prensa, con lo que las ganacias del autor se incrementaban cuanto más las engordase.

Sinopsis

La novela relata la historia del joven estudiante Raskolnikov. El protagonista vive en la más absoluta pobreza en una buhardilla infecta. Su hermana Dunia se ve obligada a casarse para salir de la miseria con el típico pretendiente rico y repulsivo. Para evitarlo Raskolnikov decide asesinar a la vieja usurera de su edificio. Mientras la destroza con el hacha y le roba las joyas, aparece la hermana idiota de la vieja y el protagonista no duda en liquidarla a hachazo limpio también. En principio, Raskolnikov entiende que no ha cometido crimen alguno: ha salvado de un destino trágico a su inocente hermana y ha librado al mundo de un bicho repugnante. Pero el sentimiento de culpa va creciendo dentro de él hasta que termina por autoinculparse ante el juez Porfiri Petrovich. Finalmente, Raskolnikov es condenado a trabajos forzados en Siberia donde sobrevive gracias al amor de Sonia, prostituta de buen corazón que recuerda al arquetipo de María Magdalena.

Cuestionario para Filosofía 2º

El interés de la novela para nuestra materia reside en la influencia que ejerció en la filosofía de Nietzsche. Las extrañas ideas de Raskolnikov sobre la libertad moral que podrían ejercer algunos individuos superiores tiene mucho parecido con la teoría del superhombre de Nietzsche. Compruébalo en el siguiente texto extrayendo sus ideas principales. Los personajes que intervienen en la escena son Raskolnikov, el juez Porfiri y Rasumikhine, que es quien introduce a Raskolnikov en el despacho del juez. Observa como el juez sospecha de Raskolnikov y este tiene unas enormes ganas de confesar para aliviarse del sentimiento de culpa. Aunque, en un principio, Raskolnikov no tiene intención de entregarse, las preguntas del juez sobre el artículo de Raskolnikov acerca del «derecho de los seres superiores al crimen» hacen que termine autoinculpándose. Es un momento memorable de la literatura policiaca.

– (Ras.) Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el crimen.

– (Por.) Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y someramente… Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.

Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.

-¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo? -preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.

-Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch-. No se trata de eso. En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.

-¡Es imposible que haya dicho eso! -balbuceó Rasumikhine.

Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.

-No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y modesto-. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.

Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.

-La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario tiene el derecho…, no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral…, de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad… Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Képler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.

»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.

»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito. En

cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy. Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se complacen en dejar oír en su medio «palabras nuevas. Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.

»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; pero…, que quede esto bien claro…, teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos…, dicho en términos generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle..., hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase.

-Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?

-Sí -respondió firmemente Raskolnikof.

Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante su largo discurso.

-¿Y en Dios? ¿Cree usted…? Perdone si le parezco indiscreto.

-Sí, creo -repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.

-¿Y en la resurrección de Lázaro?

-Pues… sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?

-¿Cree usted sin reservas?

-Sin reservas.

-Bien, bien… La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad… Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos…

-Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces…

-Son ellos los que ejecutan.

-Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.

-Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo…? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces…

-¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.

-Gracias.

-No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.

-Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.

-¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de tono-. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.

-¿Estáis bromeando? -exclamó Rasumikhine-. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.

Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.

-Bien, querido -dijo el estudiante-. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo… Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar…, la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.

-Exacto: es mucho más terrible -observó Porfirio.

-Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir… Tú no puedes opinar así… Leeré tu artículo.

-En mi artículo no hay nada de todo eso -dijo Raskolnikof-. Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.

-Lo cierto es -dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez- que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero… Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero… sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino…, se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero… ¿Comprende…?

Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró siquiera.

-Admito -repuso tranquilamente- que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.

-Por eso se lo digo… ¿Y qué hay que hacer en ese caso?

Raskolnikof sonrió mordazmente.

-¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre… Fíjese usted en éste –e indicó con un gesto a Rasumikhine-. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.

-¿Y si se le encuentra?

-Peor para él.

-Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.

-Eso no debe preocuparle.

-Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.

-El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.

-Así -dijo Rasumikhine, malhumorado-, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana…?

-No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo -añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.

Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:

-Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta…, aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar…

-Bien, usted dirá -dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.

-Pues se trata… No sé cómo explicarme… Es una idea tan extraña… De tipo psicológico, ¿sabe…? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión… ¿No es así?

-Es muy posible -repuso desdeñosamente Raskolnikof.

Rasumikhine hizo un movimiento.

-En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso…, en fin, a matar para robar?

Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.

-Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted -repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.

-Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.

«¡Qué celada tan buena! -pensó Raskolnikof, asqueado-. La malicia está cosida con hilo blanco.»

Dostoievski, Crimen y castigo.

9 comentarios en “Dostoievski, Crimen y castigo

  1. El uso de la violencia para conseguir la justicia es una trampa. De la violencia no sale nada bueno. Nunca es buena idea soltar los perros de la guerra. Como decía Shelley, «Wake the serpent not -lest he Should not know the way to go-«

  2. No se olviden que la guerra es la madre de todas las cosas. Incluso la misma moral que nos impulsa a rechazar el crimen es producto de un crimen, para crear hay que violar las leyes, para crear hay que destruir, etc.

  3. Efectivamente. Lo habitual es que el malhechor experimente algo de arrepentimiento o pague por sus crímenes. El triunfo del mal es algo que la industria del cine difícilmente acepta. Esa es la originalidad de Seven, por ejemplo.

    Saludos.

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