De padres argentinos, Julio Cortázar nació en Bruselas en 1914. Regresó a Argentina con cuatro años, al terminar la guerra. Tuvo una infancia difícil: su padre abandonó a la familia, llegaron los problemas económicos y Cortázar se refugió en los libros. A partir de 1937 trabajó de maestro durante cinco años en pequeñas ciudades de provincia. Tras lograr enseñar literatura francesa en la Universidad de Cuyo tiene que abandonar por desavenencias políticas con el gobierno militar. Regresa a Buenos Aires y trabaja en la Cámara Argentina del libro. A través de Borges, Cortázar publica en 1946 su primer gran cuento, Casa tomada. En 1951 lo incluye en su libro de cuentos Bestiario. Emigra a París donde trabaja de traductor para la UNESCO. En 1959 publica un nuevo libro de cuentos Las armas secretas, donde está incluido el relato El perseguidor, inspirado en el saxofonista de jazz Charlie Parker. En 1961, llega su novela Los premios, en el 62 las Historias de cronopios y famas y en el 63, la novela que lo lanzó a la fama, Rayuela.
El resto de su vida, además de escribir otros libros de cuentos geniales (Todos los fuegos, el fuego, Octaedro, Queremos tanto a Glenda), lo dedicó a una lucha valiente contra las dictaduras militares que, apoyadas por el imperalismo estadounidense, asolaron América Latina en las décadas de los 70 y los 80: Chile, Argentina, Nicaragua… Con más de sesenta y cinco años y con su tercera esposa, su amadísima Carol Dunlop, lleva a cabo un viaje de 30 días por la autopista París-Niza deteniéndose a acampar en las estaciones de servicio. Este viaje se narra en un curioso diario, Los autonautas de la cosmopista. Poco después de la temprana muerte de Carol, Cortázar fallece en París en 1984. Sus libros y su vida fueron un heroico y sobrehumano esfuerzo por liberarse y liberarnos del tedio, la vulgaridad y el sinsentido de la vida cotidiana.
Lee la discusión que tienen los personajes de Rayuela en torno a los grandes problemas de la filosofía de Descartes: el cogito y el mundo externo. Cierro la selección de textos con una forma magistral de demostrar lo maleable que es lo real.
1. El cogito
—… el higiénico retroceso de un Descartes se nos aparece hoy como parcial y hasta insignificante, porque en este mismo minuto hay un señor Wilcox, de Cleveland, que con electrodos y otros artefactos está probando la equivalencia del pensamiento y de un circuito electromagnético (cosas que a su vez cree conocer muy bien porque conoce muy bien el lenguaje que las define, etc.). Por si fuera poco, un sueco acaba de lanzar una teoría muy vistosa sobre la química cerebral. Pensar es el resultado de la interacción de unos ácidos de cuyo nombre no quiero acordarme. Acido, ergo sum. Te echás una gota en las meninges y a lo mejor Oppenheimer o el doctor Petiot, asesino eminente. Ya ves cómo el cogito, la Operación Humana por excelencia, se sitúa hoy en una región bastante vaga, entre electromagnética y química, y probablemente no se diferencia tanto como pensábamos de cosas tales como una aurora boreal o una foto con rayos infrarrojos. Ahí va tu cogito, eslabón del vertiginoso flujo de fuerzas cuyos peldaños en 1950 se llaman inter alia impulsos eléctricos, moléculas, átomos, neutrones, protones, potirones, microlxitones, isótopos radiactivos, pizcas de cinabrio, rayos cósmicos: Words, words, words. Hamlet, acto segundo, creo. Sin contar —agregó Oliveira suspirando— que a lo mejor es al revés, y resulta que la aurora boreal es un fenómeno espiritual, y entonces sí que estamos como queremos…
Rayuela, cap. 99
2. El mundo externo
—Perfecto —dijo Oliveira—. Sólo que esta realidad no es ninguna garantía para vos o para nadie, salvo que la transformes en concepto, y de ahí en convención, en esquema útil. El solo hecho de que vos estés a mi izquierda y yo a tu derecha hace de la realidad por lo menos dos realidades, y conste que no quiero ir a lo profundo y señalarte que vos y yo somos dos entes absolutamente incomunicados entre sí salvo por medio de los sentidos y la palabra, cosas de las que hay que desconfiar si uno es serio.
—Los dos estamos aquí —insistió Ronald—. A la derecha o a la izquierda, poco importa. Los dos estamos viendo a Babs, todos oyen lo que estoy diciendo.
—Pero esos ejemplos son para chicos de pantalón corto, hijo mío —se lamento Gregorovius, Horacio tiene razón, no podés aceptar así nomás eso que creés la realidad. Lo más que podés decir es que sos, eso no se puede negar sin escándalo evidente. Lo que falla es el ergo, y lo que sigue al ergo, es notorio.
—No le hagás una cuestión de escuelas —dijo Oliveira—. Quedémonos en una charla de aficionados, que es lo que somos. Quedémonos en esto que Ronald llama conmovedoramente la realidad, y que cree una sola. ¿Seguís creyendo que es una sola, Ronald?
—Sí. Te concedo que mi manera de sentirla o de entenderla es diferente de la de Babs, y que la realidad de Babs difiere de la de Ossip y así sucesivamente. Pero es como las distintas opiniones sobre la Gioconda o sobre la ensalada de escarola. La realidad está ahí y nosotros en ella, entendiéndola a nuestra manera pero en ella.
—Lo único que cuenta es eso de entenderla a nuestra manera —dijo Oliveira—. Vos creés que hay una realidad postulable porque vos y yo estamos hablando en este cuarto y en esta noche, y porque vos y yo sabemos que dentro de una hora o algo así va a suceder aquí una cosa determinada. Todo eso te da una gran seguridad ontológica, me parece; te sentís bien seguro en vos mismo, bien plantado en vos mismo y en esto que te rodea. Pero si al mismo tiempo pudieras asistir a esa realidad desde mí, o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma pieza desde donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo, y con todo lo que es y lo que ha sido Babs, comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida. Te da solamente una creencia fundada en el terror, una necesidad de afirmar lo que te rodea para no caerte dentro del embudo y salir por el otro lado vaya a saber adónde.
—Somos muy, diferentes —dijo Ronald—, lo sé muy bien. Pero nos encontramos en algunos puntos exteriores a nosotros mismos. Vos y yo miramos esa lámpara, a lo mejor no vemos la misma cosa, pero tampoco podemos estar seguros de que no vemos la misma cosa. Hay una lámpara ahí, qué diablos.
—No grites —dijo la Maga—. Les voy a hacer más café.
—Se tiene la impresión —dijo Oliveira— de estar caminando sobre viejas huellas. Escolares nimios, rehacemos argumentos polvorientos y nada interesantes. Y todo eso, Ronald querido, porque hablamos dialécticamente. Decimos: vos, yo, la lámpara, la realidad. Da un paso atrás, por favor. Animate, no cuesta tanto. Las palabras desaparecen. Esa lámpara es un estímulo sensorial, nada más. Ahora da otro paso atrás. Lo que llamás tu vista y ese estímulo sensorial se vuelven una relación inexplicable, porque para explicarla habría que dar de nuevo un paso adelante y se iría todo al diablo.
Rayuela, cap. 28
3. Maneras de crear mundos.
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
Rayuela, cap. 68
Buenas tardes. Creo que Charlie Parker era saxofonista. Un saludo