Frédéric Beigbeder: El amor dura tres años

Frédéric Beigbeder: El amor dura tres años. Sergi Pàmies (tr.)Barcelona: Anagrama, 2003.

Beigbeder (1965) fue publicista y luego crítico literario y escritor. A pesar de su limitado talento, sus novelas, 13, 99 € (2000) y Windows on the world (2003), se han vendido más que bien. Está incluso proyectada la adaptación al cine de ambas.

El amor dura tres años (1997) es una sencilla novela de amor en tres actos: el primer año, pasión, el segundo, ternura, el tercero, aburrimiento. Y vuelta a empezar. De fácil lectura: el estilo es directo, prácticamente del tipo «escribo igual que hablo», y los capítulos son muy cortos. Narrada en primera persona, tiene una descarada voluntad autobiográfica.

Según el protagonista está comprobado estadística y biológicamente que el ser humano es polígamo por naturaleza y, por tanto, que el amor dura sólo tres años. Si buscamos un filósofo que sirva de soporte a la argumentación de la novela nos topamos inmediatamente con Schopenhauer. El deseo es una rueda diabólica como esa que pintó el Bosco en el panel central de El juicio final. Queremos lo que no tenemos y en cuanto lo conseguimos dejamos de desearlo.

A pesar de las limitaciones del deseo, Beigbeder prefiere la frustración cíclica antes que la aburrida autodestrucción que procura el matrimonio: o te suicidas o tienes hijos. El cinismo descarnado con que denuncia la hipocresía general de esta época de hojalata, dominada por el zapping y las apariencias, despierta cierta simpatía. Sus vaivenes sentimentales algo de pena.

Dos aciertos: hacerse eco de esa violencia fractal que ahora se extiende por internet y que ha pasado a formar parte importante de nuestro paisaje virtual.

Me hago una paja en una cabina de proyecciones vídeo, en el número 88 de la rué Saint-Denis. Zapeo entre 124 películas porno. Un tío se la chupa a un negro de 30 cm. Zap. Una chica atada recibe cera sobre la lengua y descargas eléctricas sobre su cono rasurado. Zap. Una rubia de bote y con tetas de silicona se traga un buen chorro de esperma. Zap. Un tío encapuchado le perfora los pezones a una holandesa que grita «Yes, Master». Zap. Una joven e inexperta amante deja que le metan un enorme vibrador en el ano y otro en la vagina. Zap. Triple eyaculación facial sobre dos lesbianas con pinzas de tender la ropa en los pechos y el clítoris. Zap. Una obesa preñada. Zap. Doble penetración. Zap. Pipí en la boca de una tailandesa atada con cuerda. Zap. Mierda, ya no me quedan monedas de 10 francos y todavía no me he corrido, demasiado borracho para conseguirlo. (p. 94)

Y la definición de crítico literario.

Escribir sobre la vida nocturna era un círculo vicioso del cual me había convertido en prisionero. Pillaba una cogorza tras otra para contar la última vez que había pillado una cogorza. Se acabó, afrontemos finalmente la luz del día. Veamos, ¿qué artículos podría escribir un parásito en paro? Imaginad al conde Drácula en pleno día: ¿a qué podría dedicarse? ¿En qué se reciclan los chupasangres?
Y así fue como me convertí en crítico literario. (p. 106)

Dos errores: Las invocaciones al lector del tipo, «Hola a todos, aquí el autor». Y el aspecto general de «prefabricado», de «producto» para el entretenimiento: borracheras salvajes, ángeles con cuerpos de zorra, enculamientos y demás.

Entretenido. Pero de usar y tirar.

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