Eco, El nombre de la rosa

Umberto Eco nació en Alessandria (Piamonte) en 1932. También es del Piamonte Baudolino, el inolvidable protagonista de una de sus novelas. Eco es el inventor de la de semiótica, disciplina teórica dedicada al estudio del lenguaje, y es catedrático de lo mismo en la Universidad de Bolonia desde 1971. Como filósofo tuvo un gran éxito en los años sesenta con sus libros Obra abierta (1962) y Apocalípticos e integrados (1965). En ellos defiende como característica fundamental de la obra de arte el que pueda ser objeto de múltiples interpretaciones. Así, por ejemplo, el personaje del Quijote. A continuación sistematizó sus estudios sobre el lenguaje en títulos como Tratado de semiótica general (1975). La fama le sorprende de un modo inesperado a través de su primera novela: El nombre de la rosa (1980), una excelente introducción al pensamiento medieval. Recibió el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en el año 2000.

Umberto Eco es un magnífico divulgador. De un modo inexplicable y milagroso es capaz de dar vida a temas y libros que parecían pudrirse para siempre en las bibliotecas.

Cuestionario para Historia de la Filosofía

  1. ¿Cuál es para Guillermo el conocimiento pleno: los universales o las cosas singulares? Justifica tu respuesta y relaciónala con la teoría del conocimiento de Aristóteles y Platón.
  2. ¿Cuál es la opinión de Bacon acerca de la ciencia y la tecnología?
  3. Explica el principio conocido como «navaja de Occam«
  4. ¿Qué relación debe existir entre la Iglesia y el Estado según Guillermo?
  5. ¿Por qué le dice Guillermo a Jorge que es el diablo?
  6. ¿Cuál es el origen de las herejías según Guillermo?
  7. ¿Por qué quiere Jorge destruir el libro sobre la risa?
  8. ¿Cuál es la principal diferencia entre las órdenes de franciscanos y benedictinos? ¿Se sigue dando esta división en la Iglesia actual?
  9. Explica los distintos tipos de Amor que describe Adso. Relaciona tu respuesta con la filosofía de Platón en el Banquete.
  10. Comenta el texto:

    «— Todo lo que puede hacer un hombre, que no es mucho. Es difícil aceptar la idea de que no puede existir un orden en el universo, porque ofendería la libre voluntad de Dios y su omnipotencia. Así, la libertad de Dios es nuestra condena, o al menos la condena de nuestra soberbia.

    Por primera y última vez en mi vida me atreví a extraer una conclusión teológica:

    —¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe?»

Textos para comentar

Umberto Eco: El nombre de la rosa. Pochtar, R. (trad.) Barcelona: RBA Editores, 1992.

  1. Roger Bacon: Empirismo
  2. La ciencia y la técnica
  3. Occam: causalidad, navaja de Occam e Iglesia-Estado
  4. Herejías: ricos y pobres, poderosos y débiles.
  5. Benedictinos (riqueza) contra franciscanos (pobreza). Platón.
  6. Judíos
  7. El Amor
  8. El orden del mundo. La existencia de Dios
  9. El mal

1. Roger Bacon: Empirismo

— Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir, como vieron muy bien los viejos comentadores de las escrituras. Tal como lo describen estos libros, el unicornio contiene una verdad moral, alegórica o anagógica, que sigue siendo verdadera, como lo sigue siendo la idea de que la castidad es una noble virtud. Pero en cuanto a la verdad literal, en la que se apoyan las otras tres, queda por ver de qué dato de experiencia originaria deriva aquella letra. La letra debe discutirse, aunque el sentido adicional siga siendo válido. En cierto libro se afirma que la única manera de tallar el diamante consiste en utilizar sangre de macho cabrío. Mi maestro, el gran Roger Bacon, dijo que eso no era cierto. simplemente porque había intentado hacerlo y no había tenido éxito. Pero si hubiese existido alguna relación simbólica entre el diamante y la sangre de macho cabrío, ese sentido superior habría permanecido intacto.

(pp. 300-301)

2. La ciencia y la técnica

a) Utopía científica de Bacon

Pero él me explicó sonriendo que los franciscanos de sus islas eran de otro cuño: «Roger Bacon a quien venero como maestro, nos ha enseñado que algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural y santa. Y un día por la fuerza de la naturaleza se podrán fabricar instrumentos de navegación mediante los cuales los barcos navegarán unico homine regente, y mucho más aprisa que los impulsados por velas o remos. E instrumentos pequeñísimos capaces de levantar pesos inmensos, y vehículos para viajar al fondo del mar.»

(pp. 16-17)

b) El saber, ¿para todos o sólo para unos pocos?

Además, como advertía el gran Roger Bacon, no siempre los secretos de la ciencia deben estar al alcance de todos, porque algunos podrían utilizarlos para cosas malas. A menudo el sabio debe hacer que pasen por mágicos libros que en absoluto lo son, que sólo contienen buena ciencia, para protegerlos de las miradas indiscretas.

(pp. 86-87)

c) Ciencia es también saber qué debe hacerse con la ciencia

Porque la ciencia no consiste sólo en saber lo que debe o puede hacerse, sino también en saber lo que podría hacerse aunque quizá no debiera hacerse. Por eso le decía hoy al maestro vidriero que el sabio debe velar de alguna manera los secretos que descubre, para evitar que otros hagan mal uso de ellos. Pero hay que descubrir esos secretos, y esta biblioteca me parece más bien un sitio donde los secretos permanecen ocultos.

(p. 95)

3. Occam: causalidad, navaja de Occam, Iglesia-Estado

a) Crítica al uso indiscriminado del principio de causalidad

— Porque razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo.

— ¿Quién soy yo —dijo Guillermo con humildad— para oponerme al doctor de Aquino?

— El doctor de Aquino —sugirió el Abad— no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera, no causada.

(pp. 28-29)

b) Navaja de Occam

Querido Adso, no conviene multiplicar las explicaciones y las causas mientras no haya estricta necesidad de hacerlo. Si Adelmo cayó desde el torreón oriental es preciso que haya penetrado en la biblioteca, que alguien lo haya golpeado primero para que no opusiese resistencia, que éste haya encontrado la manera de subir con su cuerpo a cuestas hasta la ventana, que la haya abierto y haya arrojado por ella al infeliz. Con mi hipótesis, en cambio, nos basta Adelmo, su voluntad y un derrumbamiento del terreno. Todo se explica utilizando menos número de causas.

(p. 90)

c) Iglesia-Estado

El príncipe puede y debe condenar al hereje si su acción perjudica la convivencia de todos, o sea si el hereje trata de imponer su herejía matando o molestando a quienes no la comparten. Pero allí se detiene el poder del príncipe, porque nadie en esta tierra puede ser obligado mediante el suplicio a seguir los preceptos del evangelio. Si no, ¿dónde acabaría el libre arbitrio, sobre el uso del cual cada uno será juzgado en el otro mundo? La iglesia puede y debe avisar al hereje que se está saliendo de la comunidad de los fieles, pero no puede juzgarlo en la tierra ni obligarlo contra su voluntad. Si Cristo hubiese querido que sus sacerdotes obtuvieran poder coactivo, habría establecido unos preceptos precisos, como hizo Moisés con la ley antigua. Pero no los estableció. Por tanto, no quiso otorgarles ese poder. ¿O habría que pensar que sí lo quiso, pero que en tres años de predicación le faltó tiempo, o capacidad, para decirlo? Lo justo era que no lo quisiese, porque, si lo hubiera querido, el papa habría podido imponer su voluntad al rey, y el cristianismo no sería ya ley de libertad sino intolerable esclavitud.

(pp. 334-337)

4. Herejías. Ricos y pobres, poderosos y débiles.

a) El inquisidor inventa al hereje.

Porque lo que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!

(p. 49)

b) Herejías: pobreza. Iglesia: riqueza.

—Así es. Hablábamos de los excluidos del rebaño de las ovejas. Durante siglos, mientras el papa y el emperador se destrozaban entre sí por cuestiones de poder, aquéllos siguieron viviendo al margen, los verdaderos leprosos, de quienes los leprosos sólo son la figura dispuesta por Dios para que pudiésemos comprender esta admirable parábola y al decir «leprosos» entendiéramos «excluidos, pobres, simples, desheredados, desarraigados del campo, humillados en las ciudades». Pero no hemos entendido, el misterio de la lepra sigue obsesionándonos porque no supimos reconocer que se trataba de un signo. Al encontrarse excluidos del rebaño, todos estaban dispuestos a escuchar, o a producir, cualquier tipo de prédica que, invocando la palabra de Cristo, de hecho denunciara la conducta de los perros y de los pastores y prometiese que algún día serían castigados. Los poderosos siempre lo supieron. La reincorporación de los excluidos entrañaba una reducción de sus privilegios. Por eso a los excluidos que tomaban conciencia de su exclusión los señalaban como herejes, cualesquiera que fuesen sus doctrinas. En cuanto a éstos, hasta tal punto los cegaba el hecho de su exclusión que realmente no tenían el menor interés por doctrina alguna. En esto consiste la ilusión de la herejía. Cualquiera es hereje, cualquiera es ortodoxo. No importa la fe que ofrece determinado movimiento, sino la esperanza que propone. Las herejías son siempre expresión del hecho concreto de que existen excluidos. Si rascas un poco la superficie de la herejía, siempre aparecerá el leproso. Y lo único que se busca al luchar contra la herejía es asegurarse de que el leproso siga siendo tal. En cuanto a los leprosos, ¿qué quieres pedirles? ¿Que sean capaces de distinguir lo correcto y lo incorrecto que pueda haber en el dogma de la Trinidad o en la definición de la Eucaristía? ¡Vamos, Adso! Estos son juegos para nosotros, que somos hombres de doctrina. Los simples tienen otros problemas. Y fíjate en que nunca consiguen resolverlos. Por eso se convierten en herejes.

(p. 190)

5. Benedictinos (riqueza) contra franciscanos (pobreza).

a) Hipocresía de los benedictinos. El orden social según Platón.

Muchas veces había oído yo repetir la frase según la cual el pueblo de Dios se divide en pastores (o sea los clérigos), perros (o sea los guerreros) y ovejas, el pueblo. Pero más tarde he aprendido que esa frase puede repetirse de diferentes maneras. Los benedictinos habían hablado a menudo no de tres sino de dos grandes divisiones, una relacionada con la administración de las cosas terrenales y otra relacionada con la administración de las cosas celestes. En lo referente a las cosas terrenales valía la división entre el clero, los señores laicos y el pueblo, pero por encima de esa tripartición dominaba la presencia del ordo monachorum, vínculo directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes no tenían nada que ver con Ios pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y corruptos, que ahora servían los intereses de las ciudades, donde las ovejas ya no eran Ios buenos y fieles campesinos sino los mercaderes y los artesanos. La orden benedictina no veía mal que el gobierno de los simples estuviese a cargo de los clérigos seculares, siempre y cuando el establecimiento de la regla definitiva de aquella relación incumbiese a los monjes, que estaban en contacto directo con la fuente de todo poder terrenal, el imperio, así como lo estaban con la fuente de todo poder celeste. Y creo que fue por eso que muchos abades benedictinos, para afirmar la dignidad del imperio frente al poder de las ciudades (donde los obispos y los mercaderes se habían unido), estuvieron incluso dispuestos a brindar protección a los franciscanos espirituales, cuyas ideas no compartían, pero cuya presencia les era útil, porque proporcionaban buenos argumentos al imperio en su lucha contra el poder excesivo del papa

(pp. 136-137)

b) Disputas teológicas entre franciscanos y benedictinos.

El evangelio dice que Cristo tenía una bolsa!

—¡Basta de hablar de esa bolsa! ¡La pintáis hasta en los crucifijos! ¿Cómo explicas entonces que cuando Nuestro Señor estaba en Jerusalén, regresaba cada noche a Betania?

—Y si Nuestro Señor quería dormir en Betania, ¿quién eres tú para juzgar su decisión?

— No, viejo cabrón. ¡Nuestro Señor regresaba a Betania porque no tenía dinero para pagarse un albergue en Jerusalén!

(pp. 328)

6. Judíos

¿Por qué a los judíos? —pregunté.

Y Salvatore me respondió:

— ¿Por qué no?

Entonces me explicó que toda la vida habían oído decir a los predicadores que los judíos eran los enemigos de la cristiandad y que acumulaban los bienes que a ellos les eran negados. Yo le pregunté si no eran los señores y los obispos quienes acumulaban esos bienes a través del diezmo, y si por tanto, los pastorcillos no se equivocaban de enemigos. Me respondió que, cuando los verdaderos enemigos son demasiado fuertes, hay que buscarse otros enemigos más débiles. Pensé que por eso los simples reciben tal denominación. Sólo los poderosos saben siemprecon toda claridad cuáles son sus verdaderos enemigos. Los señores no querían que los pastorcillos pusieran en peligro sus bienes, y tuvieron la inmensa suerte de que los jefes de los pastorcillos insinuasen la idea de que muchas de las riquezas estaban en poder de los judíos. (p. 181)

7. El amor

Así leí emocionado las páginas donde Ibn Hazm define el amor como una enfermedad rebelde, que sólo con el amor se cura, una enfermedad de la que el paciente no quiere curar, de la que el enfermo no desea recuperarse (iy Dios sabe hasta dónde es así!). Comprendí por qué aquella mañana me había excitado tanto todo lo que veía, pues, al parecer, el amor entra por los ojos, como dice, entre otros, Basilio de Ancira, y quien padece dicho mal demuestra —síntoma inconfundible— un júbilo excesivo, y al mismo tiempo desea apartarse y prefiere la soledad (como yo aquella mañana), a lo que se suma un intenso desasosiego y una confusión que impide articular palabra… Me estremecí al leer que, cuando se le impide contemplar el objeto amado, el amante sincero cae necesariamente en un estado de abatimiento que a menudo lo obliga a guardar cama, y a veces el mal ataca al cerebro, y entonces el amante enloquece y delira (era evidente que yo aún no había llegado a esa situación, porque me había desempeñado bastante bien cuando exploramos la biblioteca). Pero leí con aprensión que, si el mal se agrava, puede resultar fatal, y me pregunté si la alegría de pensar en la muchacha compensaba aquel sacrificio supremo del cuerpo, al margen de cualquier justa consideración sobre la salud del alma. (…)

(pp. 308)

8. El orden del mundo, la existencia de Dios

a) Dudas sobre el orden del mundo.

—Los locos y los niños siempre dicen la verdad, Adso. Quizá sea porque como consejero imperial mi amigo Marsilio es mejor que yo, pero como inquisidor valgo más yo. Incluso más que Bernardo, y que Dios me perdone. Porque a Bernardo no le interesa descubrir a los culpables, sino quemar a los acusados. A mí, en cambio, lo que más placer me proporciona es desenredar una madeja bien intrincada. O tal vez sea también porque en un momento en que, como filósofo, dudo de que el mundo tenga algún orden, me consuela descubrir, si no un orden, al menos una serie de relaciones en pequeñas parcelas del conjunto de los hechos que suceden en el mundo. Además, es probable que exista otra razón: el hecho de que en esta historia se jueguen cosas más grandes y más importantes que la lucha entre Juan y Ludovico…

(p. 373)

b) Dudas sobre el orden del mundo. Occam. Wittgenstein. No existencia de Dios.

—Pero, sin embargo, imaginando órdenes falsos habéis encontrado algo…

— Gracias, Adso, has dicho algo muy bello. El orden que imagina nuestra mente es como una red, o una escalera, que se construye para llegar hasta algo. Pero después hay que arrojar la escalera, porque se descubre que, aunque haya servido, carecía de sentido. Er muoz gelichesame die Leiter abewerfen, so Er an ir ufgestigen ist… ¿Se dice así?

—Así suena en mi lengua. ¿Quién lo ha dicho?

—Un místico de tu tierra. Lo escribió en alguna parte, ya no recuerdo dónde. Y tampoco es necesario que alguien encuentre alguna vez su manuscrito. Las únicas verdades que sirven son instrumentos que luego hay que tirar.

—No podéis reprocharos nada, habéis hecho todo lo que podíais.

— Todo lo que puede hacer un hombre, que no es mucho. Es difícil aceptar la idea de que no puede existir un orden en el universo, porque ofendería la libre voluntad de Dios y su omnipotencia. Así, la libertad de Dios es nuestra condena, o al menos la condena de nuestra soberbia.

Por primera y última vez en mi vida me atreví a extraer una conclusión teológica:

—¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe?

Guillermo me miró sin que sus facciones expresaran el más mínimo sentimiento, y dijo:

—¿Cómo podría un sabio seguir comunicando su saber si respondiese afirmativamente a tu pregunta?

No entendí el sentido de sus palabras:

—¿Queréis decir —pregunté— que ya no habría saber posible y comunicable si faltase el criterio mismo de verdad, o bien que ya no podríais comunicar lo que sabéis porque los otros no os lo permitirían?

(pp. 464-465)

9. El mal

— Eres el diablo —dijo entonces Guillermo.

Jorge pareció no entender. Si no hubiese sido ciego, diría que clavó en su interlocutor una mirada atónita.

— ¿Yo? —dijo.

— Sí, te han mentido. El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede. Eres el diablo, y como el diablo vives en las tinieblas. Si querías convencerme, no lo has logrado. Te odio, Jorge, y si pudiese te sacaría a la explanada y te pasearía desnudo. Te metería plumas de gallina en el agujero del culo y te pintaría la cara como la de un juglar o un bufón, para que todos en el monasterio pudieran reírse de ti y ya no tuviesen miedo. Me gustaría rociarte de miel y revolcarte después en las plumas, ponerte riendas y llevarte por las ferias, para decir a todos: Este os anunciaba la verdad y os decía que la verdad sabe a muerte, y os convencía menos con sus palabras, que con su lóbrego aspecto. Y ahora os digo que Dios, en el infinito torbellino de las posibilidades, os permite también imaginar un mundo en el que este supuesto intérprete de la verdad sólo sea un pajarraco tonto que va repitiendo lo que aprendió hace mucho tiempo.

—Tú eres peor que el diablo, franciscano —dijo entonces Jorge—. Eres un juglar, como el santo que os ha parido. Eres como tu Francisco, que de toto corpore fecerat linguam, que pronunciaba sermones dando espectáculos como Ios saltimbanquis, que confundía al avaro dándole monedas de oro, que humillaba la devoción de las hermanas recitando el Miserere en vez de pronunciar el sermón, que mendigaba en francés, y con un trozo de madera imitaba a un violinista, que se disfrazaba de vagabundo para confundir a los frailes glotones, que se echaba desnudo sobre la nieve, que hablaba con los animales y las plantas, que transformaba el propio misterio de la Navidad en espectáculo de aldea, que invocaba al cordero de Belén imitando el balido de la oveja… ¡Buena escuela!… ¿No era franciscano aquel Fraile Diostesalve de Florencia?

(p. 450)

Finalmente te recomiendo que visites este excelente artículo sobre la polémica de los universales, el sustrato filosófico de la novela.

4 comentarios en “Eco, El nombre de la rosa

  1. Buenos días don Eugenio. ¿Qué opinión le merece «apocalípticos e integrados»? Su prosa me parece depuradísima pero su estructura es caótica y sus argumentaciones no dejan de verse interrumpidas por aclariones o digresiones. Filosóficamente tampoco me parece que descubra nada, aparte de contraponer las ideas fundamentales de Adorno y Benjamin y situarlas en el contexto de los 60.

    Un abrazo.

    1. Coincido bastante contigo. Los textos de semiótica de Eco me aburren. Me gustó Baudolino y El nombre de la rosa y poco más. En cuanto a Apocalípticos e integrados, es un problema al que seguimos sin encontrar solución.

      Saludos.

  2. Buenas noches. Por fin me he decido a crearme una cuenta. Espero seguir disfrutando de la información del blog (para mí, más útil que ninguno) y deseo no abusar demasiado de su paciencia y de su tiempo. Un saludo muy fuerte. Aunque no nos conozcamos le siento muy cercano ya que sigo desde hace mucho tiempo este sitio. Este blog hace que Internet se convierta en un hábitat menos insensible y apático.

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