Dick, La transmigración de Timothy Archer

Philip K. Dick: La transmigración de Timothy Archer. Carlos Peralta (trad.) Barcelona: Edhasa, 1984.


La transmigración de Timothy Archer fue la última novela publicada por Philip K. Dick (1928-1982). Forma junto a VALIS y La invasión divina, una trilogía que es, para mí, lo más interesante de su obra. Las tres son una mezcla asombrosa de autobiografía, teología, metafísica, alucinaciones psicóticas, música y poesía. Significan una llamativa ruptura respecto a los estrechos márgenes de la ciencia ficción que había practicado hasta entonces.

El argumento de VALIS no es otro que la vida mental del propio Dick a mediados de los setenta. Un período de crisis creativa, producto probablemente del consumo habitual de dexedrina, lo condujo a un intento de suicidio y una breve temporada en el psiquiátrico. De este abismo resurge Dick gracias a una misteriosa iluminación que le aporta un conocimiento del mundo afín a toda la literatura gnóstica. En la novela, Dick se desdobla en escritor que desea sanar y aferrarse al mundo cotidiano tal cual es, y en gnóstico cristiano atrapado en el siglo XX y obsesionado por una alucinación paranoide según la cual este mundo es un fraude, una trampa, creada para ocultarnos la verdadera realidad: «El imperio nunca terminó», refiriéndose al imperio romano.

La invasión divina está escrita por el Dick alucinado. Dick lleva a la práctica aquella máxima borgiana que dice que la metafísica no es más que una rama de la literatura fantástica. El argumento se centra sobre la figura de Emmanuel, el enviado que habrá de revelarnos la la verdad última del mundo: la creación no ha salido tal y como el creador la planeó y todos dormimos presas de la realidad virtual con la que el imperio nos somete. Sin embargo, este embrujo maléfico terminará si escuchamos la palabra del que está por venir. Toda la novela está saturada de citas gnósticas y ambientada por la música de Dowland.

Quien escribe La transmigración de Timothy Archer no es el psicótico incorregible al que nos tiene Dick acostumbrados. El autor, próximo a la muerte, recupera la cordura, el criterio y el sentido común, como el Quijote al final de sus aventuras. Rememora sus relaciones con el obispo episcopaliano de la diócesis de California, James A. Pike, a finales de los sesenta. El obispo Pike era, en algunos aspectos, lo que a Dick le hubiese gustado ser: carismático, elocuente, extraordinariamente culto y contestatario. Tuvo relaciones con los Kennedy y marchó junto a Martin Luther King. Introdujo el rock en la celebración de la misa y estuvo al frente de un programa televisivo muy popular, el Dean Pike Show.

El encuentro de Jim y Phil tuvo una gran influencia en ambos pues compartían la misma obsesión: el gnosticismo y su papel en los orígenes del cristianismo. Era la época en que se tradujeron al inglés los manuscritos del Mar Muerto o de Qumrán. En ellos aparece una secta judía, los esenios, cuya moral era anterior, y muy semejante a la predicada después por Jesucristo. Este hecho es el fundamento de la revolucionaria hipótesis según la cual Jesús no fue en realidad un verdadero dios resucitado, sino un profeta más, cuya historia tuvo la mala suerte de caer en manos de unos falsificadores dogmáticos profesionales, a cuya cabeza estaba Pablo de Tarso. Pero no terminaron ahí las revelaciones. El obispo Pike concluyó, también a partir de los textos de Qumrán, que la eucarístia primitiva se llevaba a cabo utilizando un pan y un caldo que contenían un hongo alucinógeno, lo que convertía a Jesús en traficante de drogas. Tras ser excomulgado de la Iglesia Católica por hereje, el obispo Pike murió trágicamente en el desierto buscando ese misterioso hongo que probablemente fuese la venenosa amanita muscaria. Anteriormente su hijo se había suicidado y su amante había muerto de cáncer.

Para contar la historia de Pike, Dick evita al omnisciente narrador en tercera persona y crea por vez primera un personaje denso y complejo capaz de otorgar objetividad a su relato: Angel Archer, la nuera del obispo Pike, será la encargada de llamar a la locura por su nombre y arrebatarle todo resto de magia y romanticismo. Su retrato de Pike es implacable: egoísta, manipulador, superficial y esencialmente destructivo en su relación con los demás. De todos modos, al final de la novela, Dick no puede evitar sugerir la posibilidad de que el obispo Pike hubiese encontrado la forma de reencarnarse en el hijo esquizofrénico de su amante.

Para terminar quisiera citar algunos de esos párrafos de Dick en los que filosofía y teología se entremezclan con la literatura y juntas abandonan las bibliotecas para abrise paso, de algún modo, en el mundo más real de la ficción literaria.

1. Jesús, el traficante.

—¿Crees que es importante? —preguntó Kirsten—. ¿…que Jesús sea un fraude?
—No para mí. A mí no me interesa.
—No han publicado lo más importante, en realidad. Acerca del hongo. Lo mantendrán en secreto todo lo que puedan. Sin embargo…
—¿Qué hongo?
—El anokhi.
—¿…el anokhi es un hongo? —pregunté con incredulidad.
—Es un hongo. Era un hongo entonces. Lo criaban en cuevas, los zadokitas.
—Cristo —dije.
—Hacían un pan con él. Hacían un caldo y lo bebían. Bebían el caldo, comían el pan. De allí surgen las dos especies de la hostia, el cuerpo y la sangre. Al parecer, el anokhi era un hongo tóxico, pero los zadokitas sabían cómo quitarle la toxicidad, al menos lo suficiente para que no los matara. Les daba alucinaciones.
Empecé a reír.
—Entonces…
—Sí, se drogaban —ahora también Kirsten reía, a su pesar—. Y Tim tiene que ir todos los domingos a la Grace Cathedral y dar la comunión sabiendo eso, que simplemente hacían viajes psicodélicos, como los chicos de Height-Ashbury. Creí que moriría cuando lo supo.
—Entonces, Jesús era un traficante —dije.
Ella asintió.
—Los Doce, los discípulos, estaban contrabandeando anokhi a Jerusalén, esto es lo que se cree, cuando fueron sorprendidos. Esto confirma lo que suponía John Allegro, si has visto su libro… Es uno de los principales eruditos en lenguas del Cercano Oriente. Y el traductor oficial de los rollos de Qumran.
—Nunca vi su libro —dije—, pero sé quién es. Jeff hablaba siempre de él.
—Allegro pensaba que los cristianos primitivos tenían un culto fundado en los hongos; lo había deducido de ciertas evidencias del Nuevo Testamento. Y encontró un fresco, una pintura mural de los cristianos primitivos con un inmenso hongo amania muscaria…
—Amanita muscaria —rectifiqué—. Son rojos, y terriblemente venenosos. Así que, entonces, los primeros cristianos encontraron un medio de quitarles el veneno…
—Es lo que supone Allegro. Y tenían visiones —Kirsten reía.
—¿Existen realmente hongos anokhi? —pregunté; yo sabía algo de hongos…, antes de casarme con Jeff, había estado con un micólogo aficionado.
—Probablemente existían, pero hoy nadie sabe cómo pueden ser. Hasta ahora no se ha hallado ninguna descripción en los Documentos Zadokitas. No hay forma de saber qué hongo era ni si existe todavía.
—Quizá causaban algo más que alucinaciones —dije.
—¿Qué más?

2. El origen de la locura.

La idea fija de la locura es fascinante, si se inclina uno a ver con interés algo que es palpablemente imposible y sin embargo existe. Sobre-valencia es la noción de las posibilidades de la mente humana —posibilidades de que algo marche mal— y que, si no existiera, no podría ser supuesta. Con esto quiero decir sencillamente que es preciso ver una idea sobre-valente en plena acción para apreciarla. La expresión antigua es ideé-fixe. Idea sobre-valente es una expresión mejor; deriva de la mecánica, la química y la biología; es un término gráfico e involucra la noción de poder. Lo esencial de la valencia es el poder, y a esto me refiero; hablo de una idea que, apenas llega a la mente humana, quiero decir la mente de un ser humano determinado, no sólo persiste indefinidamente, sino que además consume todo el conjunto de la mente, de manera que, al final, desaparecen la persona y la mente como tales, y sólo perdura la idea sobre-valente.
¿Cómo comienza una cosa así? ¿Cuándo comienza? Jung habla en alguna parte —olvido en cuál de sus libros—, de una persona, una persona normal en cuya mente aflora un día cierta idea que no se marcha nunca. Además, dice Jung, después de que esa idea entra en la mente de esa persona, nada nuevo ocurre jamás en esa mente; para ella el tiempo se detiene; la mente muere. La mente, como una entidad viva y creciente, muere. y sin embargo, la persona subsiste.
A veces, supongo, una idea sobre-valente penetra en la mente como un problema, o un problema imaginario. Esto no es tan raro. Te dispones a acostarte, por la noche, tarde, y de pronto aparece en tu mente la idea de que no has apagado las luces del coche. Miras por la ventana tu coche, que está en la calle, bien visible, y lo ves sin luces. Pero piensas: «Quizá dejé las luces encendidas tanto tiempo que se ha gastado la batería. Para asegurarme, debo bajar a ver.» Te pones una bata, bajas, abres la puerta del coche, te metes dentro, aprietas el interruptor de las luces frontales… Las luces se encienden. Las apagas, sales, cierras el coche y vuelves a casa. Lo que ocurre es que te has vuelto loco, psicótico. Porque no has tenido en cuenta el testimonio de tus sentidos; has visto por la ventana que las luces de tu coche estaban apagadas, pero has bajado de todos modos. Ese es el factor principal: has visto, pero no has creído. O a la inversa, no has visto algo pero lo has creído. Teóricamente, podrías oscilar una eternidad entre el coche y tu dormitorio, atrapado en un círculo cerrado sin fin, abriendo la puerta del coche, probando las luces, volviendo a la casa. y entonces serías una máquina. Ya no más un ser humano.
Por otra parte, una idea sobre-valente puede presentarse no como un problema real o imaginario, sino como una solución.
Si se presenta como un problema, tu mente luchará contra ella, porque nadie realmente quiere problemas, o goza de ellos. Pero si surge como una solución —por supuesto, una falsa solución—, entonces no la combatirás, pues tiene un alto valor utilitario; es algo que necesitas, la has conjurado para satisfacer esa necesidad.
Es muy poco probable que te muevas circularmente entre tu coche y tu dormitorio el resto de tu vida; pero es muy posible que si te atormentan la culpa, el dolor, la inseguridad, y una vasta inundación de autoacusaciones que te asalta infaliblemente todos los días, aparezca, como solución, una idea fija persistente. Eso fue lo que vi en Kirsten y en Tim, a su regreso de Inglaterra, por segunda vez. Durante esa segunda estancia en Londres, en algún momento, una idea, una idea sobre-valente surgió en sus mentes, y eso fue todo.

3. La polémica sobre el mundo externo.

—Jeff se ha comunicado con nosotros dos —respondió Tim—. Por fenómenos intermediarios. Muchas veces, de muchas maneras —de pronto enrojeció; se irguió, la autoridad que llevaba en lo más hondo afloró; el hombre de edad mediana, con problemas, se convirtió en la fuerza misma; la fuerza de la convicción generó palabras, se condensó en palabras—. Dios mismo trabaja en nosotros y a través de nosotros para traer un día más luminoso. Mi hijo está ahora con nosotros; está en esta habitación. Nunca nos ha dejado. Lo que ha muerto es un cuerpo material. Todas las cosas materiales perecen. Planetas íntegros perecen. El mismo universo físico ha de perecer. ¿Dirás entonces que nada existe? Porque a eso te llevará tu lógica. No es posible demostrar, ahora mismo, que la realidad externa existe. Descartes lo descubrió; es la base de la filosofía moderna. Todo lo que sabemos con seguridad es que nuestra propia mente, nuestra propia conciencia, existe. Puedes decir «Yo soy» y eso es todo. Y eso sugiere Yahvé a Moisés que diga cuando la gente le pregunte con quién ha hablado. «Yo soy» dice Yahvé. Ehyeh, en hebreo. Puedes decir eso, y es todo lo que puedes decir; con eso se agota. Lo que ves no es el mundo, sino una representación formada por tu mente y dentro de ella. Todo lo que experimentas lo conoces por la fe. Y además, podrías estar soñando. ¿No lo habías pensado? Platón cuenta que un sabio anciano, probablemente un órfico, le dijo: «Ahora estamos muertos y en una especie de prisión.» A Platón esto no le parecía una afirmación absurda; decía que era importante y que valía la pena pensar en ella. «Ahora estamos muertos.» Puede que no tengamos ningún mundo. He tenido tantas pruebas… Tu madre y yo hemos tenido tantas pruebas del retorno de Jeff como las que tenemos de que el mundo existe. No es que supongamos que él ha regresado; lo hemos experimentado. Hemos vivido y vivimos la experiencia. Por lo tanto, no es nuestra opinión. Es real.
—Real para ti —dijo Bill.
—¿Qué más puede dar la realidad?
—Bueno, quiero decir… que yo no lo creo —agregó Bill.
—El problema no está en nuestra experiencia, en este asunto —respondió Tim—. Está en el sistema de creencias. Dentro de los límites de tus creencias, una cosa así es imposible. Pero, ¿quién puede decir verdaderamente qué es posible? No sabemos qué es posible y qué no lo es; no somos nosotros los que ponemos los límites; es Dios —Tim señaló a Bill con un dedo firme—. Lo que uno cree y sabe, depende en última instancia de Dios; no hay opción en esto, de dar nuestro consentimiento o negarnos a consentir; ambas cosas son atributos de Dios, y ejemplos de nuestra dependencia. Dios nos concede un mundo y exige nuestro asentimiento a ese mundo; Él lo hace real para nosotros; y éste es uno de sus poderes. ¿Crees que Jesús era el Hijo de Dios, Dios mismo? Tampoco eso crees. Entonces, ¿cómo te puedo probar que Jeff ha regresado a nosotros desde el otro mundo? Ni siquiera puedo demostrar que el Hijo del Hombre ha caminado por esta Tierra hace dos mil años, que ha vivido y muerto por nosotros, por nuestros pecados, para elevarse gloriosamente el tercer día. ¿No tengo razón? ¿No niegas también eso? ¿En qué crees, entonces? En objetos dentro de los cuales te metes y das vuelta a la esquina. Pero es posible que no haya objetos ni esquinas… Alguien señaló a Descartes que algún malicioso demonio pudiera estar determinando nuestro asentimiento a un mundo que no existe, imprimiéndonos una falsedad como una representación evidente del mundo. Si eso ocurriera, no lo sabríamos. Debemos confiar, debemos confiar en Dios. Yo confío en que Dios no me engañará; considero que el Señor es fiel y veraz, e incapaz de engañar. Para ti esta cuestión no existe siquiera, porque niegas desde el comienzo que Él exista. Pides pruebas. Si te dijera ahora mismo que he oído la voz de Dios hablándome, ¿lo creerías? Por supuesto que no. Llamamos piadosas a las personas que hablan a Dios, y locas a aquellas a quienes Dios habla. Esta es una época en que hay poca fe. No es Dios quien ha muerto; es nuestra fe.
Bill hizo un gesto.
—Pero… No tiene sentido. ¿Por qué había de volver?
—Dime primero por qué había de vivir —respondió Tim—. Tal vez entonces te podría decir por qué ha vuelto. ¿Por qué vives? ¿Para qué fin has sido creado? No conoces a quien te ha creado, suponiendo que alguien lo haya hecho, ni sabes por qué, suponiendo que haya razón. Tal vez nadie te ha creado y tu vida no tiene una finalidad. No hay mundo, ni finalidad, ni Creador; y Jeff no ha vuelto. ¿Es ésta tu lógica? ¿Eso es lo que el Ser, en el sentido de Heidegger, es para ti? Es una clase empobrecida y poco auténtica de Ser. Me parece débil, desolada, y finalmente, fútil. Debe haber algo en que puedas creer, Bill. ¿Crees en ti mismo? ¿Aceptas que tú, Bill Lundborg, existes? Lo aceptas; espléndido. Está bien. Ya es un comienzo. Examina tu cuerpo. ¿Tienes órganos de los sentidos? Ojos, oídos, gusto, tacto y olfato… Entonces, probablemente, este sistema de percepción ha sido diseñado para recibir información. Si es así, es razonable suponer que la información existe. Si existe información, probablemente pertenece a algo. Probablemente hay un mundo, y estás vinculado con ese mundo por medio de los órganos de los sentidos… no cierta, sino probablemente. ¿Creas tu propia comida? ¿Extraes de ti mismo, de tu propio cuerpo, la comida que necesitas para vivir? No es así. Por lo tanto, es lógico suponer que dependes de ese mundo exterior, de cuya existencia sólo posees un conocimiento probable, y no necesario; un mundo que es para nosotros una verdad contingente, y no ineluctable. ¿En qué consiste ese mundo? ¿Qué hay allí fuera? ¿Mienten tus sentidos? Si mienten, ¿por qué se ha hecho que existan? ¿Los has creado tú mismo? No, no es así. Alguien o algo, aparte. ¿Quién es ese alguien que no eres tú? Aparentemente, no estás solo, no eres la única realidad existente; aparentemente, existen otros, y uno o varios de ellos; te han diseñado y construido a ti y a tu cuerpo como Carl Benz diseñó y construyó el primer automóvil. ¿Cómo sé yo que ha existido Carl Benz? Porque tú me lo has dicho, ¿no? Y yo te he dicho que mi hijo Jeff ha regresado…
—Me lo ha dicho Kirsten —rectificó Bill.
—¿Te miente habitualmente Kirsten?
—No.
—¿Qué ganaríamos ella o yo diciendo que Jeff ha regresado a nosotros del otro mundo? Mucha gente no nos creerá. Tú mismo no nos crees. Lo decimos porque creemos que es verdad. Los dos hemos visto cosas, hemos sido testigos de cosas. No veo a Carl Benz en esta habitación pero creo que ha existido. Creo que Mercedes-Benz es un nombre formado con el de un hombre y el de una niñita. Soy un abogado, una persona familiarizada con los criterios con que se analizan los datos. Nosotros, Kirsten y yo, tenemos pruebas de Jeff, de fenómenos…
—Sí, pero esos fenómenos, todos ellos…, no prueban nada. Que Jeff los haya causado es sólo una suposición. No un conocimiento.
Tim respondió:
—Te daré un ejemplo. Miras debajo de tu coche y ves un poco de agua. Ahora bien, tú no sabes que el agua proviene del motor; eso es algo que tienes que suponer. Tienes una prueba. Como abogado, sé que es una prueba. Tú, como mecánico de coches…
—¿El coche está en tu cochera? —preguntó Bill—. ¿O está en un parking público, como el de un supermercado?
Algo sorprendido, Tim hizo una pausa.
—No comprendo.
—Si está en tu propia cochera, o en tu garaje, donde sólo tú dejas tu coche —prosiguió Bill—, probablemente proviene de tu coche. De todos modos, no es del motor; ha salido del radiador, o de la bomba de agua, o de alguno de los tubos.
—Pero eso es algo que supones —dijo Tim—. A partir de las pruebas.
—Podría ser líquido de la dirección de potencia. Se parece mucho al agua. Es rosado, y la transmisión, si tiene transmisión automática, tiene el mismo tipo de líquido. ¿Tienes dirección de potencia?
—¿Dónde? —preguntó Tim.
—En tu coche.
—No sé. Hablaba de un coche hipotético.
—Y podría ser aceite del motor —continuó Bill—; en ese caso, no sería rosado. Tienes que distinguir si es agua o aceite, y también si es líquido de la dirección de potencia o de la transmisión; podría ser cualquiera de esas cosas. Si estás en un lugar público y ves un charco debajo de tu coche, probablemente no significa nada, pues mucha gente deja allí su coche; podría ser de alguno que estaba antes. Lo mejor es…
—Pero sólo puedes hacer suposiciones —dijo Tim—. No puedes saber si es de tu coche.
—En el momento, no. Pero sí, puedes averiguarlo. Está bien, digamos que es tu cochera y que allí no hay nunca otro coche. Lo primero es establecer qué clase de líquido es. Entonces, te metes debajo del coche (a veces es necesario moverlo antes) y pones el dedo en el líquido. ¿Es rosado? ¿Es castaño? ¿Es aceite? ¿Es agua? Digamos que es agua. Entonces podría ser una cosa normal; simplemente, ha caído del sistema de desagüe del radiador. A veces, cuando se apaga el motor, el agua se calienta un poco más y sale por el tubo de desagüe.
—Aunque puedas determinar que es agua —respondió Tim, obstinado—, no puedes estar seguro de que ha salido de tu coche.
—¿Y de dónde, entonces?
—Ese es el factor desconocido. Tus pruebas son indirectas; no has visto a tu coche perdiendo agua.
—Está bien. Entonces, enciendes el motor, lo dejas correr, y miras. Así ves si gotea.
—¿No llevará eso largo tiempo? —preguntó Tim.
—Quizá… Pero hay que saber qué ocurre. Debes controlar el nivel del sistema de dirección de potencia; el nivel de la transmisión, y examinar el radiador y el aceite del motor. Hay que examinar rutinariamente todo esto. Mientras estás allí, puedes controlar todo. En algunos casos, como el del líquido de la transmisión, hay que poner el motor en marcha. Mientras tanto puedes controlar también la presión de los neumáticos. ¿Qué presión tienes?
—¿Dónde? —preguntó Tim.
—En los neumáticos —dijo Bill, sonriendo—. Hay cinco. Uno está en el baúl, es el de repuesto. Probablemente no lo recuerdes cuando controlas los demás. No sabes que le falta aire hasta que un día pinchas y lo descubres. El gato que llevas, ¿se aplica al eje o a las barras del chasis? ¿Qué coche tienes?
—Creo que es un Buick —dijo Tim.
—Es un Chrysler —dije despacio.
—Ah —dijo Tim.

4. La estética de Schopenhauer.

Tim dijo:

—Beethoven era el mayor genio, el artista más creativo que ha conocido el mundo. Ha transformado la concepción que el hombre tiene de sí mismo.

—Sí —dije—. Cuando los presos de Fidelio salen a la luz… Es uno de los pasajes más hermosos de toda la música.

—Está más allá de la belleza —dijo Tim—. Contiene el descubrimiento de la naturaleza de la libertad. ¿Cómo puede ser que una música puramente abstracta, como los últimos cuartetos, puedan cambiar, sin palabras, a los seres humanos, en lo concerniente a su propia conciencia de sí mismos, a su naturaleza ontológica? Schopenhauer creía que el arte, en particular la música, tenía… tiene la virtud de hacer que la voluntad, la voluntad de lucha irracional, se vuelva sobre sí misma y deje de luchar. Consideraba que ésa era una experiencia religiosa, aunque temporaria. De algún modo el arte, y en especial la música, tiene el poder de transformar al hombre de cosa irracional en una entidad racional que no es gobernada por sus impulsos biológicos, los que, por definición, nunca pueden ser satisfechos. Recuerdo la primera ocasión en que oí el movimiento final del décimo tercer cuarteto…, no la Grosse Fuge, sino el allegro que añadió más tarde, en reemplazo de la Grosse Fuge. Es un trozo tan extraño ese allegro…, tan vivaz y luminoso, tan soleado…

—He leído que es lo último que compuso —dije—. Ese pequeño allegro habría sido la primera obra de un cuarto período de Beethoven, si hubiera vivido más tiempo. No es ya una pieza del tercer período, en realidad.

—¿De dónde tomaría Beethoven el concepto absolutamente nuevo y original de la libertad humana, que su música expresa? —preguntó Tim—. ¿Era un hombre muy culto?

—Pertenecía al período de Goethe y de Schiller. El Aufklärung, el iluminismo alemán.

—Siempre Schiller. Siempre se vuelve a eso. Y de Schiller a la rebelión de los holandeses contra los españoles, la Guerra de Flandes…, que aparece en la segunda parte del Fausto de Goethe, cuando Fausto por fin encuentra algo que le satisface y pide a ese momento que perdure. Al ver que los flamencos reclaman las tierras del Mar del Norte. Una vez yo mismo traduje ese pasaje; no me gustaba ninguna de las traducciones existentes en inglés. No sé qué hice con eso…, fue hace muchos años. ¿Conoces la traducción de Bayard Taylor? —se levantó, se acercó a una hilera de libros, halló el volumen y lo abrió mientras lo traía.

5. Iluminación, dolor y conocimiento.

Esto significa que puedo decir, con toda veracidad, que para mí el momento de máxima comprensión, en el que conocí finalmente la realidad espiritual, llegó vinculado a una limpieza urgente de conductos, y a dos horas en el sillón del dentista. Y a doce horas de beber bourbon —malo, por añadidura— y a leer sencillamente a Dante, sin escuchar música ni comer (no podía) y al sufrimiento, y todo eso valía la pena; jamás lo olvidaré. Por lo tanto, no soy diferente de Tim Archer. También para mí los libros son reales y están vivos; las voces de seres humanos brotan de ellos y urgen mi asentimiento, así como Dios exige nuestro asentimiento al mundo, según Tim. Cuando se ha sufrido tal angustia, no se olvida lo que se ha hecho, visto, pensado y leído en una noche como aquella; leí y lo recuerdo; no leí Howard the Duck ni The Fabulous Furry Freak Brothers ni Snatch Comix esa noche; leí La Divina Comedia de Dante, desde el Infierno en adelante, hasta que llegué finalmente a los tres anillos de luz y color…, y eran las nueve de la mañana, y pude meterme en el jodido coche y lanzarme entre el tránsito hasta el consultorio del doctor Davidson, llorando y maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar siquiera un café, y apestando a sudor y a bourbon, hecha una lástima, para asombro de la recepcionista.
De modo que para mí, de cierto modo inusitado, por ciertas inusitadas razones, los libros se funden con la realidad; están unidos por un incidente en una noche de mi vida; mi vida intelectual y mi vida práctica se unieron —nada es más real que un diente infectado y dolorido— y ya nunca más volvieron a separarse del todo. Si creyera en Dios, diría que esa noche Él me demostró una cosa: la totalidad; el dolor, el dolor físico, gota a gota, y luego su terrible gracia, la comprensión… ¿Qué comprendí? Que todo es real; un diente con un absceso y una limpieza de conductos y, ni más ni menos,dell ‘alto lume parvermi tre giri
di tre colori e d’una contenenza.

Esta era la visión que tenía Dante de Dios como la Trinidad. La mayoría de la gente, cuando intenta leer La Divina Comedía, se atasca en el Infierno y supone que la única visión es la de una cámara de los horrores: personas de pie o cabeza abajo en la mierda, y un lago de hielo (que sugiere influencias arábigas: así es el infierno musulmán); pero éste es sólo el comienzo del viaje. Así empieza. Yo leí La Divina Comedia hasta el final esa noche y luego me lancé a la calle hacia el consultorio del doctor Davidson, y nunca volví a ser la misma. De modo que también para mí son reales los libros; no sólo me vinculan con otras mentes, sino con la visión de otras mentes, con lo que esas mentes comprenden y ven. Veo sus mundos tan claramente como el mío. El dolor y el llanto y la transpiración y el mal olor y el Jim Beam Bourbon fueron mi infierno, y no era imaginario; lo que leí se llamaba Paraíso, y eso mismo era. Éste es el triunfo de la visión de Dante: que todos los reinos son reales, ninguno más ni menos que los otros. Y se combinan por medio de lo que Bill denominaba «incrementos graduales», lo que realmente es la expresión exacta. Hay así armonía, como en los coches de hoy comparados con los de los treinta, pues no hay rupturas bruscas.

Dios me libre de otra noche como aquella. Pero maldita sea; si no hubiese vivido esa noche, bebiendo, leyendo, sufriendo y llorando, jamás habría nacido de verdad. Ese fue el momento de mi nacimiento al mundo real; el mundo real es, para mí, una mezcla de dolor y belleza, y ésta es la visión correcta porque ésos son los elementos que componen la realidad. Y los tenía conmigo más tarde, así como las píldoras contra el dolor que me dio el dentista cuando acabó mi ordalía. Volví a casa, tomé una píldora, bebí un poco de café y me fui a la cama.

Y además, sentí que eso era lo que no había hecho Tim; o no había integrado el libro, o el dolor; y si así había sido, no lo había hecho bien. Él tenía la melodía, pero no las palabras. O más exactamente, tenía las palabras; pero ellas no pertenecían al mundo sino a otras palabras, lo que se llama en los libros y artículos de filosofía y lógica un «círculo vicioso». Esos libros y artículos advierten a veces que «nuevamente nos amenaza un círculo vicioso»; esto significa que el pensador corre grave peligro. Habitualmente no lo sabe. Un comentarista crítico, con mente y vista penetrantes, le avisa. O esto no ocurre. Yo no podía ser ese crítico para Tim Archer. ¿Quién podía? Bill el Chiflado había apuntado bien, pero lo habían enviado de regreso a su apartamento de East Bay a pensarlo mejor.

Un comentario en “Dick, La transmigración de Timothy Archer

Deja tu comentario