Leo Strauss: La ciudad y el hombre

Leo Strauss: La ciudad y el hombre. Leonel Livchits (trad.) Buenos Aires: Katz editores, 2006.

Leo Strauss, de familia judía, nació en Kirchhain (Alemania) en 1899. Huyendo del nazismo emigró a Estados Unidos en 1938. Desde 1949 fue profesor de filosofía política en la Universidad de Chicago. Murió en 1973 tras haberse convertido en el ideólogo de referencia del neoconservadurismo norteamericano.

A partir de 2004 aparecen repentinamente traducciones de sus obras más importantes entre las novedades editoriales de la sección de filosofía de cualquier librería. Es promocionado como «una de las mayores aportaciones a la filosofía política del s. XX» y uno de los grandes comentaristas e intérpretes de los textos políticos de Platón. Al parecer sus conexiones con el fascismo fundamentalista de Bush y compañía (Wolfowitz) es razón suficiente para rescatarle del pozo más negro de la ultraderecha y reconvertirle en «lector de los clásicos a la altura de Heidegger».

En cualquier lugar de internet pueden encontrarse las dos o tres consignas básicas de la filosofía política de Strauss: a) En política internacional, dispara primero y pregunta después, máxima que en el lenguaje de Bush suele adoptar disfraces paradójicos como «Operación Libertad Duradera» o «para que el mundo sea seguro para las democracias occidentales, se debe democratizar todo el mundo, cada país en sí» (p. 14). ¡Qué significados tan perversos puede adquirir la expresión «democratizar»! b) En cuanto a los asuntos internos, el populacho no tiene necesidad ni de conocer la verdad ni de tomar decisiones; la mentira de Estado es la mejor política para el rey-filósofo.

Dejando a un lado su lectura de la República, que puede convencer más o menos, -en cualquier caso, no hay que esforzarse demasiado para encontrar en Platón el más crudo maquiavelismo- la introducción de este libro es realmente bochornosa. Léanse los siguientes textos, ideales para el personaje del psicópata apocalíptico encarnado por Peter Sellers en Teléfono Rojo, Volamos hacia Moscú.

Strauss asimila el demonio comunista y los emperadores chinos en una maniobra conceptual muy propia del etnocentrismo caduco y racista de Spengler.

Entendemos que la victoria del comunismo significaría la victoria de la ciencia natural de origen occidental, pero sin duda, al mismo tiempo, el triunfo de la forma más extrema del despotismo oriental. (p. 12)

Según la mente privilegiada de Strauss el fracaso de la utopía comunista sirvió para que Occidente se diese cuenta de que no hay manera de erradicar el mal del ser humano, que es necesaria la coerción violenta para mantener el orden social y que una federación de naciones libres es un instrumento inútil en la búsqueda de la paz mundial:

En otras palabras, quedó más claro de lo que lo había estado por un tiempo que no existía cambio de sociedad sangriento o no sangriento que pudiera erradicar el mal del hombre: mientras hubiera hombres, habría maldad, envidia y odio, y por lo tanto no podría existir una sociedad que no tuviera que emplear limitaciones coercitivas. Por el mismo motivo, ya no se podría negar que el comunismo seguirá siendo, mientras exista en los hechos y no sólo en nombre, el gobierno de hierro de un tirano mitigado o agravado por su temor a las revoluciones palaciegas. La única limitación en la que Occidente puede confiar de forma parcial es en el miedo del tirano a la inmensa potencia militar occidental.
La experiencia del comunismo proporcionó al movimiento occidental una doble lección: una lección política, acerca de qué esperar y qué hacer en el futuro inmediato, y una lección sobre los principios de la política. Para el futuro inmediato no puede haber un Estado universal, ni unitario ni federativo.
Aparte de que no existe en la actualidad una federación universal de naciones sino sólo de aquellas naciones a las que se denomina amantes de la paz, la federación existente enmascara la división fundamental. Si se toma demasiado en serio esta federación, como un hito en el camino del hombre hacia la sociedad perfecta y por tanto universal, uno se ve forzado a correr grandes riesgos sostenido sólo por una esperanza heredada y tal vez añeja, y por consiguiente a poner en peligro el mismo progreso que se intenta alcanzar. Es imaginable que frente al peligro de la destrucción termonuclear, una federación de naciones, por incompleta que sea, declare ilegal las guerras, es decir, las guerras de agresión; pero esto significa que actúa basándose en el supuesto de que todas las fronteras actuales son justas, es decir, en conformidad con la autodeterminación de las naciones; pero esta presuposición es una mentira piadosa cuya fraudulencia es más evidente que su piedad. De hecho, los únicos cambios en las fronteras actuales para los que se tomaron previsiones son aquellos que no desagradan a los comunistas. (pp. 15-16)

Para concluir, primero, Leo Strauss no es un filósofo respetable ni recomendable sino una moda pasajera. Segundo, si sustituimos en el texto de Strauss al «ogro comunista» por el «ogro terrorista» nos damos de bruces con la desgraciada cosmovisión asesina que ha propiciado las sucesivas invasiones de Iraq.

4 comentarios en “Leo Strauss: La ciudad y el hombre

  1. Oye, estas seguro de que has leido el libro de «La Ciudad y el hombre»Porque a mi me parece que no tienes ni idea de la obra de Leo Strauss.

  2. Qué comentario más irresponsable.
    Las citas corresponden a las páginas iniciales, es evidente que no has leído el libro.
    Y es aún más evidente que no has entendido nada, ni siquiera los párrafos citados.

    Sebastián.

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