Henri-Charles Puech: Sobre el maniqueísmo y otros ensayos. Marí Cucurella Miquel (tr.) Madrid: Siruela (El Árbol del Paraíso), 2006.
La colección El Árbol del Paraíso de Siruela, dedicada a temas esotéricos como Catarismo, Orfismo, Cabala, Vedanta, Nagarjuna, Swedenborg o Eleusis, publica esta irregular colección de artículos y conferencias de Henri-Charles Puech sobre el maniqueísmo. El autor advierte en el prefacio que, siendo obras concebidas y publicadas por separado a lo largo de los años, abundan las repeticiones lo cual hace que la lectura del volumen sea algo tediosa.
En cualquier caso, el ensayo fundamental que da título al libro es el primero. Se compone de tres conferencias que afrontan los temas esenciales del maniqueísmo: su concepto peculiar de salvación, su cosmología y antropología y, por último, su propuesta moral.
Para empezar hay que señalar algunas semejanzas entre maniqueísmo y gnosticismo. El creador del maniqueísmo, el sabio persa Mani (216-276) fue educado en el gnosticismo. Ambas son religiones que surgen en los primeros siglos de nuestra era, son religiones sincréticas que aúnan cristianismo, budismo y platonismo, buscan la salvación del hombre y, por último, aspiran a ser soluciones al «problema del mal«. Los gnósticos explican la presencia del mal en el mundo como el subproducto de una emanación divina y los maniqueos, más radicales, atribuyen tanto al mal como al bien carácter sustancial. El Bien y el Mal se transforman en el maniqueísmo en dos fuerzas, dos raíces, cuya lucha eterna es la razón del Universo. En esta lucha han de sucederse tres momentos. El primero, en el que la luz y la oscuridad estaban completamente separadas, el segundo, la derrota de la luz que es engullida y atrapada por la oscuridad formando esto que llamamos mundo y, por último, la purificación de la luz caída que vuelve de nuevo a su origen. La salvación del hombre en ambas religiones se da cuando reconocemos nuestro origen espiritual y nos distanciamos de esta materia corporal que lo recubre. Obsérvese que la salvación es recuerdo de algo que habíamos olvidado (anámnesis). Gnosticismo y maniqueísmo califican la existencia humana de exilio, sueño, ignorancia, embriaguez… Pero el hombre es capaz de reconocerse diferente del caos y el sinsentido que implica el mundo material y buscar la salvación en su origen espiritual.
El mito cosmogónico maniqueo habla de una dualidad radical al comienzo del Universo: dos sustancias, dos raíces, Bien y Mal, Espíritu y Materia, Luz y Oscuridad. Absolutamente separadas en un principio, la Materia siente envidia del Espíritu y aspira a conquistarlo. El autor, en un alarde freudiano, interpreta este movimiento originario como la proyección del impulso primitivo de la libido carnal por apropiarse de la voluntad del hombre.
Para defenderse del Mal la Luz decide presentarse en la batalla bajo la forma del Hombre Primordial. Entonces sucede el desastre, la catástrofe: el Hombre Primordial es derrotado y su Luz engullida por la Oscuridad. En este momento tiene lugar la primera salvación: el Espíritu Vivo «tiende la mano» al Hombre Primordial y lo rescata de la Oscuridad. Es el mito del Salvador-Salvado siempre presente en las cosmogonías gnósticas. El héroe asciende de nuevo hasta la luz pero deja parte de su alma encerrada en la Materia. El rescate de este pedazo de su alma es la historia de este mundo maldito.
El «Demiurgo» castiga a los demonios (arcontes) que han vencido al Hombre Primordial. Los desuella y con la piel hace el cielo, con los huesos las montañas y con su carne la tierra. Luego divide la Luz retenida en tres partes: la que no ha sufrido mezcla le sirve para crear el Sol y la Luna, la que ha sufrido sólo un poco de mezcla sirve para las estrellas y el resto sólo podrá ser liberada con «más tiempo y artificios».
Para el rescate de la Luz restante es necesaria la llegada del Tercer enviado, el Salvador Cósmico que hace pareja con Jesús, el Salvador Individual. El Salvador Cósmico organiza el Universo como una «máquina destinada a extraer, refinar y sublimar la Luz enterrada». El Viento, el Agua y el Fuego movidos por el Sol y la Luna van extrayendo la Luz en la Materia. La Luz rescatada sube a la luna por una Columna de Luz los primeros quince días de cada mes. Los otros quince es trasvasada al sol y la luna vuelve a adelgazar.
El Tercer Enviado también utiliza otros medios para para robar la Luz a la Materia:
Pero el Tercer Enviado también pone en práctica medios menos mecánicos: en su desnudez radiante y como «Virgen de la Luz» —fi gura tomada del gnosticismo—, se aparece en el sol algunas veces a los Arcontes macho bajo forma femenina, otras veces a los Arcontes hembra bajo forma masculina. Provoca así su deseo y les hace propagar por la tierra, mezclada con su semilla, la Luz que habían engullido. Su pecado cae al suelo, hace germinar los vegetales… (p. 42)
Las diablesas, asqueadas por la rotación impuesta al Universo por el Tercer Enviado, dan a luz «Abortos» que al caer a tierra devoran las plantas y la Luz que contienen dando origen al mundo animal.
Temeroso de que el Tercer Enviado logre su propósito y robe la Luz del mundo los demonios urden un trágico plan: la creación del hombre.
la aparición del Tercer Enviado hace temer a la Materia —personificada en Az, la Concupiscencia— que su cautiva se le escape. Se le ocurre, para retenerla con lazos más tenaces, concentrar su mayor parte en una creación personal que será el contrapunto de la Creación divina. Para hacerlo, dos demonios —uno macho, Asaqlün; otro hembra, Namráél— devoran a todos sus hijos para asimilar toda la luz que pudieran contener, se aparean y dan a luz los dos primeros hombres: Adán y Eva, o Géhmurd y Murdiyánag. Así pues, nuestra especie nace de una serie de actos innobles que combinan canibalismo y sexualidad. (p. 43)
El hombre, por tanto, es el producto del demonio pero encierra dentro de sí la semilla de su redención. La salvación depende del tipo de hombre que se sea: en aquellos que han renunciado totalmente al cuerpo (abstinencia sexual, ayunos voluntarios que pueden culminar con la muerte, pobreza absoluta) la luz se ha separado de la materia y la muerte los conduce de vuelta al origen (nirvana) mientras que aquellos que estén enredados en lo material padecerán sucesivas reencarnaciones hasta alcanzar el nivel de pureza de los elegidos.
Vamos a tratar ahora el tema más conflictivo del maniqueísmo: el determinismo moral. Para los maniqueos la culpa del pecado es de la Materia y no del Alma. Esta es siempre pura y cuando peca lo hace porque es arrastrada por la Materia. Esta victoria del Mal es inevitable, es propia de la condición humana. No existe la libertad de resistir al Mal. La resistencia depende del nivel de fuerza de la Luz en nosotros y eso no depende de la voluntad. Es este aspecto de la doctrina maniquea el que más criticó San Agustín que, como se sabe, antes de convertirse al cristianismo, fue maniqueo y practicó a conciencia el inevitable pecado de la carne.
En cualquier caso, aquellos Perfectos que han reconocido su origen divino deben renunciar al mundo para mantenerse puros: no pueden cocinar pues eso implica cierto interés por vivir, no pueden comer animales pues son creaciones del demonio, sólo pueden consumir vegetales especialmente el melón y el pepino ricos en Luz…
Cuando la Luz sea liberada en su totalidad la Materia será sepultada en una fosa para siempre jamás.
Durante los siglos X, XI y XII el maniqueísmo experimentó un fuerte resurgimiento en Europa: el catarismo al sur de Francia y los bogomilos en los Balcanes. Ambas versiones orientalizadas (dualistas) del cristianismo fueron aniquiladas por la Santa Inquisición.
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