Itziar Ziga: Devenir perra (2009)

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Fotografía de cubierta de Mònika Barrero.

Itziar Ziga: Devenir perra. Virginie Despentes y Beatriz Preciado (prol.) Barcelona: Melusina, 2009.

Devenir perra es un manifiesto feminista coral,  una apología del hedonismo,  un «tratado de amor», una reconstrucción ex-céntrica de la feminidad, un ajuste de cuentas, una vuelta a raíces transgresoras, un grito desde «tierra de nadie», una biografía hecha de orgías y cicatrices, un campo de batalla.

A la autora no le interesan ni el rigor del ensayo filosófico ni la respetabilidad del editorial periodístico. Pero las ideas surgen, aquí y allá, como relámpagos, siempre relacionadas con la cotidianeidad: la minifalda, la cresta, los tacones «nueve centímetros parabellum«, el escote, el hijab, las medias rotas…

Las perras de Ziga no son perras cualesquiera, sino las de Djuna Barnes, perras de Pura Sangre con la seguridad en la Punta del Rabo. Perras que hacen manada para resistir. Ziga se desespera con las divisiones internas del feminismo. En la dialéctica amo-esclavo es habitual que las víctimas terminen por reproducir entre sí y dentro de sí las formas autoritarias que han sufrido. Así, la «cúpula feminista blanca, liberal, puritana e institucional» es normal que tienda a segregar y a normalizar. Por eso Ziga se reivindica a sí misma como zorra y putón con estética de drag-queen. El problema es que al mismo tiempo que desconcierta al macho también irrita a cierta comunidad feminista que ha sancionado esa apariencia como muestra de debilidad y sometimiento.

Sea como sea, en el centro está el enemigo, el sistema hetero-patriarcal, el binarismo hombre-mujer, la pureza moral. Decía el Woyzeck de Büchner, que la moral es un lujo que los pobres no pueden permitirse. Cuando se trata de supervivencia la sumisión a la moral burguesa es una sentencia de muerte. En Memorias de una madame americana, Nell Kimball no se avergüenza de haber sido puta ni de haberse comportado «como una auténtica rata» para sobrevivir. En el centro viven las «buenas esposas» y en los márgenes las putas. No es casual que la revisión reciente más interesante del feminismo sea obra de prostitutas como Virginie Despentes (Teoría King Kong), Lydia Lunch (Paradoxia) o Carla Corso (Retrato de intensos colores).

El feminismo institucional tiende a pensar la igualdad en términos exclusivamente de género. Una vez las leyes sancionen la igualdad formal, el feminismo debería caer como lo hizo el muro de Berlín. Este es el modo habitual en que se blanquea una idea transgresora: se incorpora a la ley o al mercado e inmediatamente vemos cómo empieza a comportarse como muerto viviente. El feminismo sin perspectiva de clase pierde toda su pegada política.

Nacer mujer, marica u hombre débil significa que tarde o temprano se va a estar expuesto a la violencia machista. Es inevitable. Ziga, como Despentes, defiende responder a la violencia con más violencia. Aunque en el imaginario cinematográfico y televisivo actual se haya difundido el arquetipo «kick-ass girl«, funciona más como catarsis o consuelo que como reconocimiento explícito de que el monopolio de la violencia legítima no puede ser exclusivo de los hombres y el Estado. Ziga repasa también las estrategias de autodestrucción que usaron las santas medievales para resistir las palizas y las violaciones propias de la época. El ayuno voluntario de Santa Wilgefortis o la brutal mastectomía de Santa Águeda son reivindicadas desde la ironía. La violencia machista funciona tan impunemente que convierte a la víctima en culpable con la mayor facilidad y esta es de las cosas que sí podrían haberse dejado ya atrás.

Una vez le conté a un imbécil que me habían agredido en el metro a las siete de la mañana mientras iba a trabajar y me preguntó: «¿Cómo ibas vestida?». Casi me parece más machista quien intenta culparme de la agresión que yo he sufrido que el desconocido que me avasalla. (73)

A Ziga le apena que algunas no aprecien su feminidad «putonesca e irreverente» como gesto subversivo. No se trata de hacer publicidad a Corporación Dermoestética sino de recuperar no sólo la pegada política del feminismo sino de construirlo desde el placer y el hedonismo. Prostitución o matrimonio, esos son los roles que el sistema hetero-patriarcal asigna a las mujeres desde hace siglos.  «La putafobia es otra cara de la misoginia» y se expresa de forma brutal entre las mujeres. Cuando el esclavo identifica como legítimo el discurso del amo creo que llegamos al aspecto más tenebroso de la servidumbre. «Ésa es la trampa: atacar socialmente a las putas para que las esposas se sientan privilegiadas y traguen con todo.»

Yo no pertenezco a ese feminismo. Al feminismo de las chicas buenas, blancas, europeas, arrogantes, solventes y decentes. Yo estoy con las putas, no con las que quieren salvarlas y son cómplices silenciosas de su acorralamiento policial y social. (p. 108)

Otra variante de las trampas del feminismo institucional es su alianza con la derecha más conservadora en la prohibición del hijab en las escuelas. No se trata en este caso de liberar a las mujeres sino de pura y simple islamofobia.

Para mí es más que evidente que, cuando dicen defender a las mujeres y a las niñas musulmanas de la dominación familiar masculina, detrás sólo hay islamofobia. La islamofobia que necesitan inculcarnos los gobiernos occidentales para continuar con las invasiones a Irak, Afganistán, Palestina… Es tan evidente que duele. (145)

Me gustó Teoría King Kong y me ha gustado Devenir perra y escribiendo estas cuatro líneas me gustaría contribuir a que el futuro sea de estas mujeres.

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