Walter Benjamin: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Alfredo Brotons Muñoz (tr.) Madrid: Abada, 2012, 2ª ed.
La editorial Abada ha emprendido la imprescindible tarea de trasladar al castellano la edición completa de las obras de Walter Benjamin. Pero el resultado final, aunque en tapa dura y buena calidad de papel, es una catástrofe: el precio desorbitado, la traducción farragosa e ininteligible de Alfredo Brotons, el tipo de letra diminuto…
A pesar de todo, merece la pena volver sobre este texto clásico de Benjamin por su indiscutible actualidad y la variedad de caminos que ofrece al pensamiento estético.
La 3ª redacción de la obra (pp. 48-85) comienza con una cita de Paul Valery en la que dice con rotundidad que el dominio tecnológico ha transformado espacio, tiempo y materia en apenas veinte años. Sería absurdo pensar que semejante revolución no iba a afectar también a «lo bello».
En el magnífico prólogo de apenas una página Benjamin explica con exactitud cuál es el objeto de su obra. Su punto de partida es marxista. Los conceptos clásicos de la Estética Romántica (creatividad, genialidad, epifanía, eternidad) se habían convertido en términos vacíos al servicio del fascismo. Siguiendo la teoría de Marx, los cambios en la infraestructura, es decir, los avances tecnológicos, producen necesariamente transformaciones en el ámbito de la superestructura: el orden político, la moral, las leyes y, naturalmente, el arte. Ahora bien, esto no significa que Benjamin, tal y como hizo erróneamente Marx, se arroje en brazos de esa variante filosófica del arte adivinatorio que es la Filosofía de la historia. Benjamin se centra en «su ahora», en la convulsa Alemania nazi, para investigar cuáles están siendo los efectos del progreso tecnológico sobre la industria de lo bello. Evitar las profecías y atenerse a la compleja relación dialéctica entre técnica y arte es lo que, paradójicamente, convierte al texto de Benjamin en una permanente fuente de inspiración.
Por ejemplo, cuando rescato después de más de treinta años de mi colección de vinilos The Final Cut de Pink Floyd, me encuentro impreso en la cubierta del disco este mensaje amenazante. Es el origen de la actual guerra entre la industria musical y cinematográfica y la todopoderosa Internet. La confrontación entre el progreso técnico y las formas tradicionales del arte no se ha detenido, al contrario, es cada vez más virulenta. Este mensaje y todas las campañas mediáticas del mismo corte son las armas ideológicas con las que la industria aspira a detener cambios que son inevitables.
La reproductibilidad técnica hizo añicos el aura que rodeaba al original en la pintura y convirtió al arte cinematográfico en el verdadero arte de las masas. La metamorfosis del cine de una atracción de barraca de feria a la forma artística total no fue un episodio sencillo. Estuvo lleno de matices y continúa evolucionando hoy día. Por ejemplo, Benjamin cita con tristeza las declaraciones megalómanas de Abel Gance, convencido de que el cine terminaría incorporando a Shakespeare, Rembrandt, Beethoven, las mitologías, e incluso todas las religiones. Es lo mismo que ocurre hoy día cuando se me ocurre decir que el futuro es de la Realidad Virtual y la Inteligencia Artificial, que absorberán la literatura, la música, el cine, los videojuegos y fabricarán el arte más simple pero, al mismo tiempo, más adecuado a la masa, reina incontestable de la era técnica.
«Aproximar», espacial y humanamente, las cosas hasta sí es para las masas actuales un deseo tan apasionado como lo es igualmente su tendencia a intentar la superación de lo irrepetible de cualquier dato al aceptar su reproducción. (…) La adecuación de la realidad a las masas y de las masas a la realidad es un proceso de trascendencia ilimitada tanto en lo que hace al pensamiento como en el ámbito de la intuición. (p. 57)
La resistencia del arte institucional a esta avalancha de la técnica y las masas ha llenado miles de páginas en tratados filosóficos. El arte, para diferenciarse de ese mero entretenimiento que es el cine, argumentaba que había sido parte de un culto mágico, religioso y expresión de la Idea de Belleza para terminar siendo arte por el arte, causa sui. Cuando ya no pudo detener la evolución del cine invirtió la estrategia e intentó atribuir al enemigo sus antiguas funciones. Así, los surrealistas argumentaban que el cine era la nueva manifestación de lo religioso y lo sobrenatural. Sin embargo, lo que ocurrió realmente es que la función del arte pasó del culto o el ritual a la manipulación política: Metrópolis (1927), Acorazado Potemkin (1925), El triunfo de la voluntad (1935). Es la estetización de la política en que todavía estamos inmersos.
Pero en el mismo instante en que el criterio de la autenticidad falla en el seno de la producción artística, toda la función social del arte resulta transformada enteramente. Y, en lugar de fundamentarse en el ritual, pasa a fundamentarse en otra praxis, a saben la política. (p. 59)
La cuestión no es, en ningún caso, si la fotografía o el cine son arte. La única pregunta con sentido es cómo las nuevas formas de expresión y creatividad, sean las que sean, desde el cine a la realidad virtual, han transformado el arte y van a seguir haciéndolo. Entre estos cambios podemos citar la superación de la pasividad del espectador en el sentido de que hoy día cualquiera puede ser columnista, novelista, pintor, performer o cineasta y también la conversión de la obra de arte en espectáculo que se lanza contra el espectador como si fuese un auténtico proyectil. La relación entre ambos se ha vuelto casi táctil.
Sólo el arte nacido en la era técnica es capaz de movilizar a la masa, crítica exigente y al mismo tiempo distraída, manipulable. El problema reside en que, en esas condiciones, la estetización de la política conduce inevitablemente a la guerra: «… solamente la guerra hace posible la movilización de todos los medios técnicos actuales conservando las relaciones de propiedad.» No es esa la forma en la que el fascismo de todas las épocas justifica la guerra. Usa grandes palabras como libertad, democracia, Derechos Humanos, tal y como los futuristas de antaño arrastraron por el fango la Belleza al atribuirla a fusiles y piezas de artillería.
La conclusión de Benjamin es terrible porque cierra cualquier posibilidad inteligente para el arte: «Así sucede con la estetización de la política que propugna el fascismo. Y el comunismo le responde por medio de la politización del arte.» (p. 85) El arte puede ser crítico con la situación social o defender la justicia de un determinado orden político, pero cuando esto ocurre lo habitual es que algo falle terriblemente como ocurrió con el «realismo socialista» y otros muchos ejemplos que me gustaría ver en los comentarios.



