Simone Weil: La persona y lo sagrado. María Tabuyo y Agustín López (tr.). Madrid: J. J. de Olañeta editor, 2014.
La persona y lo sagrado es una obra breve de Simone Weil que apareció publicada póstumamente en el volumen Escritos de Londres. Con poco más de treinta años, mientras esperaba en Londres la orden de regresar a Francia para unirse a la Resistencia, la autora redacta este texto de corte neoplatónico, luminoso, místico, verdadero.
El título puede dar pie a engaño. La persona y lo sagrado no son términos afines sino contrarios. Lo que hay de sagrado en el individuo es eso que grita de dolor cuando se sufre una injusticia. Lo sagrado es lo que hay de impersonal en el individuo.
El grito del que sufre casi nunca es escuchado porque o bien ha recibido tantos golpes que su voz no es más que un «gemido sordo» o bien no sabe expresarse. No sólo es conveniente la libertad para que pueda hacerse oír sino que son necesarias instituciones en las que al mando figuren seres humanos con la suficiente sensibilidad para escuchar y comprender.
Cuando todo lo que hay es la libertad de propaganda propia de las democracias sólo se escucha a la persona o colectivos reclamando sus «derechos» o «salario» o «nación» y no se oye a lo sagrado que grita de dolor.
Los enemigos de la voz de lo sagrado son el «yo» y el «nosotros». Son los fetiches de los que debe desprenderse el místico para dar paso a lo impersonal. Es ahí donde habita la verdad y la belleza. Este proceso, que recuerda tanto a la salida de la caverna platónica, es posible en la soledad y el silencio. Por eso, el modo de vida propio de las democracias occidentales es un auténtico páramo. El individualismo consumista, las masas en el estadio, el horror de la fábrica que Weil conocía por experiencia propia.
…parece difícil ir mucho más lejos en el sentido del mal de lo que ha hecho la sociedad moderna, incluso democrática. Especialmente una fábrica moderna no se encuentra tal vez muy lejos del límite del horror. Cada ser humano está en ella continuamente acosado, hostigado por la intervención de voluntades extrañas, y, al mismo tiempo, el alma está inmersa en la frialdad, el desamparo y el abandono. El ser humano tiene necesidad de un silencio cálido, y se le da un tumulto helado. (p. 36)
El arte y la ciencia nos acercan al reino de lo impersonal, a la verdad y la belleza, pero también lo hace el trabajo físico. Sin embargo, dentro del sistema capitalista, éste no es simple alienación, como objetaba Marx, sino auténtico sacrilegio. «Subidas de salarios» y «reducciones de jornadas» son sobornos para que se deje a un lado lo esencial: aceptando los grilletes del trabajo no sólo somos víctimas sino también cómplices de la anulación y el ocultamiento de lo impersonal. El obrero vende su alma en una «farsa siniestra» orquestada por partidos políticos, sindicatos e intelectuales de izquierda.
Por eso envilecer el trabajo es un sacrilegio exactamente en el mismo sentido en que lo es pisar una hostia. Si los que trabajan lo sintieran, si sintieran que por el hecho de ser sus víctimas son, en cierto sentido, sus cómplices, su resistencia tendría un impulso muy distinto del que les puede proporcionar el pensamiento de su persona y su derecho. No sería una reivindicación; sería un levantamiento de la totalidad del ser, salvaje y desesperado, como el de una joven a la que se quisiera meter a la fuerza en una casa de prostitución; y sería, al mismo tiempo, un grito de esperanza surgido del fondo del corazón. (p. 38)
No se ha entendido nada si se piensa que los derechos que el «yo» y la «colectividad» reclaman han de ser el motor de la Ética y la Política. Al contrario, la verdadera moral emerge de la locura de la Antígona de Sófocles, del amor extremo y absurdo que lleva a la muerte.
Resulta fácil en el drama político del día a día escuchar al pueblo reclamar derechos y entregarse a estrategias y luchas de las que siempre salen beneficiados los mismos. Si el obrero fuese consciente del ámbito sagrado al que renuncia su reacción no sería una manifestación pacífica sino que se rebelaría como «la muchacha a la que están metiendo a la fuerza en una casa de prostitución».
No es fácil escuchar la desdicha de los que sufren. Sólo unos pocos tienen la sensibilidad y el valor suficiente para hacerlo. Escuchar el sufrimiento del Otro es experimentarlo en tu propia carne y exponerse de ese modo una proeza sobrenatural. Sólo aquellos que han renunciado al «yo» están capacitados para el gobierno bello y justo.
El pensamiento humano no puede reconocer la realidad de la desdicha… Es el estado de humillación extrema y total que es también la condición del paso a la verdad. Es una muerte del alma. Por eso el espectáculo de la desdicha desnuda provoca en el alma la misma retracción que la proximidad de la muerte causa a la carne. Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla. Es más difícil de lo que lo sería el suicidio en un niño feliz de vivir. (p. 61)
El bien y el mal se transmiten como un virus. Para transmitir el mal a un ser humano puede hacerse proporcionándole placeres pero, con frecuencia, es a través de la violencia como ocurre. Quienes tienen el alma quebrada por la injusticia son quienes están destinados a proteger a los demás de que se les haga el mal. Por su parte, el criminal ha de ser castigado hasta que en él se revele la parte inocente del alma que grita «¿Por qué se me hace daño?». Y esto ha de conseguirse recurriendo incluso a la pena capital.
A los criminales, el verdadero castigo; a los desdichados, a los que la desdicha ha mordido en el fondo del alma, una ayuda capaz de llevarles a apagar su sed en las fuentes sobrenaturales; a todos los demás, un poco de bienestar, mucho de belleza, y la protección contra quienes podrían hacerles daño; en todas partes, limitación rigurosa del tumulto de mentiras, propagandas y opiniones; establecimiento de un silencio en el que la verdad pueda germinar y madurar; eso es lo que se debe a los hombres. (p. 73)
Las ideas de Simone Weil son contrarias al sentido común, a las opiniones de la mayoría y a la supervivencia. Llevar hasta el final las propuestas de Weil es una tarea suicida pero en pocos autores contemporáneos se puede escuchar la areté platónica con tanta claridad.
Toda esa primera parte, en la que habla del horror de las fábricas me recuerda (¿por qué no?), a los desencantados testimonios de Bukowski cuando narraba sus experiencias, siempre traumáticas, en los infernales trabajos por los que estuvo obligado a pasar antes de vivir del noble arte de las letras. Por otro lado, la Weil, que sin duda tuvo que ser una persona extraordinaria, hubo de influir a Rosellini en aquella película, Europa51, en la que, como bien señalas, Ingrid Bergman era uno de esos individuos capacitados para escuchar el sufrimiento del otro y, meterse, si así lo requería la situación, en una de esas fábricas terribles. Me interesa mucho el tema del misticismo y la santidad. He de investigar más en los textos de Weil. ¡Un saludo!
Conexiones bien sugerentes: Bukowski y Europa51.
Saludos.
http://cartasenlanoche.blogspot.com.es/2012/06/carta-de-simone-weil-georges-bernanos.html