Gilles Deleuze Félix Guattari: Rizoma. José Vázquez Pérez y Umbelina Larraceleta (tr.) Valencia: Pre-textos, 2005.
Rizoma es la introducción a Mil mesetas, libro en el que también colaboraron Deleuze y Guattari. Mil mesetas es la continuación y final de El Anti-Edipo, un libro que combate el capitalismo con esquizoanálisis.
En Rizoma la afirmación de la hipótesis del devenir perpetuo (Heráclito-Nietzsche) supone la disolución de la identidad del sujeto, que se fragmenta en una multiplicidad irreductible.
Como cada uno de nosotros era varios, en total ya éramos muchos. ¿Porqué hemos conservado nuestros nombres? Por rutina, únicamente por rutina. Ya no somos nosotros mismos.
El libro que produce esa multitud heterogénea carece de un significado unitario. Es absurdo leerlo de principio a fin, perseguir una lógica deductiva en su argumentación o buscarle un significado «claro y distinto». Al contrario, lo esencial es dejarse afectar por él para que pasen las intensidades, para que nos metamorfosee. Ocurre lo mismo con la Ética de Spinoza, que guía al lector a la iluminación, al amor Dei. El problema es que, si esta transformación no ha tenido lugar previamente, nada parece tener sentido.
El modelo literario en que se inspira Mil mesetas son las novelas de Burroughs: un collage donde textos sin aparente conexión remiten unos a otros o se pliegan sobre sí mismos. Se busca la multiplicidad pero, para que esta sea auténtica, hay que trabajar siempre a «n menos 1», es decir, evitando en todo momento principios y axiomas, la estructura lógica del árbol, la unidad al fondo. Es el principio de inmanencia llevado al extremo.
Los textos y las identidades que habitan un libro no remiten al autor como titiritero máximo sino que componen fibras nerviosas que se conectan entre sí. A ese crecimiento reticular le denominan Deleuze y Guattari «rizoma». También puede explicarse usando el virtuosismo de Glenn Gould.
En un rizoma no hay puntos o posiciones, como ocurre en una estructura, un árbol, una raíz. En un rizoma sólo hay líneas. Cuando Glenn Gould acelera la ejecución de un fragmento, no solo actúa como virtuoso, transforma los puntos musicales en líneas, hace proliferar el conjunto.
La multiplicidad, dicen al estilo presocrático, funciona por desterritorialización y reterritorialización. Es la relación entre los fragmentos la que establece nuevas identidades. Vale este esquema para la orquídea y la avispa, el libro y el mundo:
Cómo no iban a ser relativos los movimientos de desterritorialización y los procesos de reterritorialización, a estar en constante conexión, incluidos unos en otros? La orquídea se desterritorializa al formar una imagen, un calco de avispa; pero la avispa se reterritorializa en esa imagen. No obstante, también la avispa se desterritorializa, deviene una pieza del aparato de reproducción de la orquídea; pero reterritorializa a la orquídea al transportar el polen.
La avispa y la orquídea hacen rizoma, en tanto que heterogéneos. Diríase que la orquídea imita a la avispa, cuya imagen reproduce de forma significante (mimesis, mimetismo, señuelo, etc.) Pero eso sólo es válido al nivel de los estratos -paralelismo entre dos estratos de tal forma que la organización vegetal de uno imita a la organización animal del otro-.
Igual ocurre con el libro y el mundo: el libro no es una imagen del mundo, según una creencia muy arraigada. Hace rizoma con el mundo, hay una evolución a-paralela del libro y el mundo, el libro asegura la desterritorialización del mundo, pero el mundo efectúa una reterritorialización del libro, que a su vez se desterritorializa en sí mismo en el mundo (si puede y es capaz).
Escribir es hacer rizoma, multiplicarse por desterritorialización y reinventarse por reterritorialización. Escribir no es hacer una copia del mundo, calcarlo. Es, al contrario, dibujar un mapa donde lo esencial son los puntos de fuga, lo que cae fuera del mismo, las vías de escape, las múltiples dimensiones transformadoras por descubrir.
Una aplicación concreta del rizoma de Deleuze la lleva a cabo Brigitte Vasallo en «Romper la monogamia como apuesta política«, artículo que puedes leer en Píkara online magazine.
El capitalismo emocional
“Eres mío”, “yo soy tuya”, “te lo he dado todo”, “te debo la vida”, “me robaste el corazón”, “voy a conquistarla”. “Me las pagarás”.
El triángulo amoroso que forman la monogamia, la fidelidad y el amor romántico usa términos del capital para definirse. Y las palabras, lo sabemos, no son inocentes. Si nuestro impulso romántico busca la media naranja, una vez que logramos ser naranjas completas la otra persona nos pertenece. O, al menos, pertenece a ese cítrico redondamente perfecto que formamos como dúo. Así, como propiedad, si nuestra “mitad” tiene relaciones sexuales o afectivas con otras personas nos está quitando algo que nos pertenece, está disminuyendo nuestra parte de ser. Compartir el amor es, sin duda, el infierno. Pero, en realidad, el amor no se comparte. No es como alquilarle una habitación en tu casa a alguien, o como dejarle la ropa a tus hermanos, o como viajar en un mismo coche para pagar a medias la gasolina. El Amor, con mayúsculas, no es un bien escaso sino un órgano que crece cuando lo ejercitas, un ser vivo que responde al alimento. El amor debería ser energía renovable, ese estado ideal que no resta, sino que suma. Que no te mengua, sino que eleva tu potencia y te hace grande.
Maite Larrauri lo explica así en su libro ‘El deseo según Deleuze’:
“Vamos a tomar prestada una idea de Nietzsche y definiremos a las personas vitalistas como aquellas que aman la vida no porque están acostumbradas a vivir, sino porque están acostumbradas a amar. Estar acostumbrada a vivir significa que la vida es algo conocido, que sus presencias, sus gestos, sus sucesiones se repiten y ya no sorprenden. Amar la vida porque estamos acostumbradas a vivir es amar lo que ya hemos vivido. En cambio, amar la vida porque estamos acostumbradas a amar no nos remite a una vida repetitiva. Lo que se repite es el impulso por el cual nos unimos a las ideas, a las cosas y a las personas; no podemos vivir sin amar, sin desear, sin dejarnos llevar por el movimiento mismo de la vida. Amar la vida es aquí amar el cambio, la corriente, el movimiento perpetuo. La persona vitalista no ha domesticado la vida con sus costumbres, porque sabe que la vida es mucho más fuerte que una misma”
Entendido de esta manera, el amor no crea cítricos… sino campos de patatas.
¿Quién sabe? ¿Utopía o ideal regulativo?, es decir, ¿algo irrealizable porque a la naturaleza humana le pertenece el derecho a la «propiedad privada» o algo a nuestro alcance y que permite luchar contra el capitalismo desde la vida cotidiana? ¿Qué piensas tú?

