Ricardo Piglia: El camino de Ida (2013)


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Ricardo Piglia: El camino de Ida. Barcelona: Anagrama, 2013.

Piglia se mueve con elegancia borgiana entre los planos de la realidad y la ficción. En esencia, un libro inspira un hecho real que luego es transformado en relato y vuelta a empezar. La metáfora que usa el autor para describir este proceso es «camino«. Un camino complejo, laberíntico, donde abundan las encrucijadas, casualidades y paralelismos.

Esa Ida del título es una profesora experta en Dickens y Conrad, asentada en una Universidad de élite de la costa este. En realidad, Ida simboliza ella misma la ficción, un «viaje sin retorno» en el que es obligado andar «medio ido«, saltándose continuamente las fronteras de la razón. Así que la novela de Piglia bien podría titularse El camino de la ficción. A lo largo de sus páginas el narrador se pregunta por sus límites, sus diferentes niveles, sus conexiones inesperadas con lo real y al final ya no sabemos si esto último existe y nos preguntamos si toda metafísica no se resuelve finalmente en una sucesión interminable de relatos. Sí, efectivamente, todo muy postmoderno 🙂 Pero Ida ataca sin piedad a las todopoderosas células derridianas de Yale desde una óptica marxista. En el camino de Ida, los textos no sólo hablan entre sí, sino que cortocircuitan continuamente con la realidad.

Recomendado por Ida, Emilio Renzi  aterriza en la Taylor University para impartir unos cursos de doctorado sobre el Thoreau argentino, W. H. Hudson. Renzi es el narrador en primera persona de El camino de Ida y resulta fácil identificarlo con el alter-ego de Piglia. Además, tiene casi la osadía de salirse de la novela. Cuenta que la diferencia entre los personajes de ficción y la gente real es que los primeros carecen de continuidad. Así, la vida de Ida se trunca a las pocas páginas mientras que la suya sigue más allá de su aventura norteamericana, aunque eso es ya otra historia. En cualquier caso, viejos amigos, amantes, Ida y Renzi buscan la intimidad luminosa en uno de esos impersonales hoteles de aeropuerto. Porque, «para poder hablar hay que ir primero a la cama», sentencia Ida.

Lo que más sorprende a Renzi del mundo académico en el que se sumerge es el contraste entre la rigidez disciplinaria del trabajo y la violencia extrema de las transgresiones.  Por ejemplo, el decano Don D’Amato, experto en Melville y con una pierna menos por la guerra de Corea, amenaza irónicamente a Renzi con empujarlo al acuario que tiene en el sótano de su casa donde nada amenazante una cría de tiburón blanco. O también el caso del assistant professor que se había convertido en ciudadano zero por no haber sido promovido a associate. En un país en el que «todo se individualiza», en el que no hay lugar para sindicatos, paros o manifestaciones no es raro que alguien se suba a un tejado y dispare contra todo lo que se mueva. Renzi se atreve a recetar una cierta dosis de peronismo para disminuir tanto asesinato producto de la desesperación y la soledad.

Todo se individualiza aquí, pensé, no hay conflictos sociales o sindicales, y si a un empleado lo echan de la oficina de correos en la que trabajó más de veinte años, no hay posibilidad de que se solidaricen con un paro o una manifestación, por eso, habitualmente, los que han sido tratados injustamente se suben a la terraza del edificio de su antiguo lugar de trabajo con un fusil automático y un par de granadas de mano y matan a todos los despreocupados compatriotas que cruzan por allí. Les haría falta un poco de peronismo a los Estados Unidos, me divertí pensando, para bajar la estadística de asesinatos masivos realizados por individuos que se rebelan ante las injusticias de la sociedad. (p. 44)

La misteriosa muerte de Ida es el tema principal de las conversaciones de Renzi y su vecina Nina, una exiliada rusa que termina recalando en América tras sufrir la estupidez con que Sartre y Aragon justificaban la violencia de Estado estalinista. Pero, a pesar de todo, Nina sigue siendo «revolucionaria» y no una simple «reformista».  Por eso, el camino de Nina se entrecruza con el de Ida, porque la muerte de esta cae dentro del modus operandi de Thomas Munk, correlato del conocido anarquista neoludita «Ted» Kaczynski, alias Unabomber (University and Airline Bomber). Kaczynski, matemático de Harvard y emulador de Thoreau en los bosques de Montana desde 1971, atentó contra profesores universitarios y líneas aéreas de 1978 a 1995. Perseguido por el FBI durante casi veinte años, fue detenido cuando prometió interrumpir sus acciones violentas (3 muertos y veintitrés heridos) si la prensa nacional publicaba su manifiesto: «Industrial Society and its future«. El Manifiesto apareció en el Washington Post y su hermano lo delató tras reconocer en él expresiones peculiares y su estilo de pensar. Durante el juicio Kaczynski se arriesgó a la pena de muerte al insistir en que estaba «cuerdo». Si los psiquiatras lo diagnosticaban como «trastornado» sus atentados no serían vistos como acciones políticas y revolucionarias sino como «cosas de loco». A través de Nina se filtra en la novela de Piglia el pensamiento de grandes figuras del anarquismo ruso como Kropotkin o Vera Zasulich.

La inspiración de Thomas Munk es El agente secreto de Conrad, el libro que Ida deja en manos de Renzi antes de morir. En su novela Conrad cuenta la historia de un terrorista que decide volar el observatorio de Greenwich para despertar a los humillados y ofendidos contra el orden social que los oprime. El enemigo de Munk también es el orden tecnológico industrial que ha reducido la libertad humana a su mínima expresión a cambio de unas comodidades que ponen en riesgo la vida del planeta. Munk confiesa en el parágrafo 96 de su Manifiesto que para que este mensaje fuese tomado en serio era necesario matar a unos cuantos previamente pues el sistema ahoga en un «océano de información rápida y múltiple» cualquier pensamiento antagónico. El anarquismo no persigue una sociedad ideal porque es, en el fondo, nihilista y escéptico.  La utopía comunista, por ejemplo, no está hecha para hombres y mujeres corrientes porque de llevarse a cabo no sabría qué hacer con los cuerpos y la pulsión sexual, que lo desordenan todo e introducen la desigualdad y la injusticia. Es tan difícil liberarse del capital como del sexo. Ya lo intentó Platón con su lotería eugenésica y su comunidad de reyes filósofos y la historia no terminó bien. Así que el único propósito del anarquista es la destrucción.

Debemos intentar una acción que conmueva el sentido común y exceda la explicación estereotipada de los periódicos. Debemos evitar que la sociedad pueda explicar lo que hacemos. Debemos realizar un acto enigmático, inexplicable, casi impensable. Nuestras acciones deben ser a la vez incomprensibles y racionales. Señores, nuestro objetivo político debe ser el conocimiento científico; sobre ese conocimiento se sostiene la estructura del poder. (p. 230)

En el Manifiesto Munk arremete contra los conservadores y los izquierdistas. Los primeros son idiotas si piensan que un sistema basado en un progreso tecnológico en continua revolución va a mantener intactas sus creencias morales y políticas. Los segundos, dice Munk, son gente con baja autoestima que busca causas poco trascendentales, como la igualdad de las minorías o la libertad sexual, para redimirse de sus miserias y, al mismo tiempo, permanecer integrados en el sistema. En el fondo, un reciclaje de las viejas ideas de Nietzsche con el trasfondo del arquetipo del Emboscado de Jünger.

Frente a los delirios violentos de los «revolucionarios», Piglia rescata la figura de Tolstoi a través de la voz de Nina. El autor ruso habría propuesto una alternativa al terrorismo anarquista y la guerra bolchevique contra el orden capitalista. Era el stáret, el vagabundo místico: Mahatma Gandhi.

Pero la India tampoco terminó muy bien, le dije. Nada termina bien en las buenas novelas, Emilio, dijo Nina. (p. 164)

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