Rafael Reig: Todo está perdonado (2011)


Rafael Reig: Todo está perdonado. Barcelona: Tusquets, 2011.

Vuelvo sobre esta novela de la que escribí unas impresiones poco acertadas hace ya algo más de un año. La realidad ha cambiado. Cuando la leí por primera vez esperaba algo muy «borgiano» sobre los gnósticos y no, así no se puede empezar a leer Todo está perdonado. La realidad ha cambiado: como a Clot, nos están machacando y la mayoría no se entera.

En la novela de Reig la ficción se hace historia y la historia ficción: veo la foto del infame Montoro riendo junto a sus Presupuestos Generales de 2013 y también a una anciana humillada por tres antidisturbios.


Pero todo está atado y bien atado. Todo está perdonado. Esa es la esencia de nuestra bienamada transición.

Como parte de la lucha de clases, la guerra fue tan inevitable como lo es en algunas parejas el matrimonio (y su desenlace). Por eso mismo también nadie (ni entre las llamadas grandes potencias ni entre las personas de buena fe, entre ellas muchos patricios republicanos) hubiera consentido que al final ganaran «los buenos», a partir del momento en que «los buenos» ya no eran ellos, esos circunspectos y bondadosos caballeros de la Institución Libre de Enseñanza, tipos con chaleco y sombrero, republicanos con ideas avanzadas, librepensadores, filántropos, esperantistas y demás partidarios del Progreso, sino lo más inesperado y temido: auténticos campesinos y obreros, ¡los mineros saliendo de la mina!

Ese disparo que interrumpe el concierto de la orquesta filarmónica.

El denso, el opaco, el impenetrable pueblo.

Esos en cuyo nombre se habla, pero nadie quiere ver ni en pintura. (…)

No era aquello, no era aquello. Una cosa es la redención del pueblo y otra cosa es dejar suelto al monstruo de Frankenstein con todos sus tornillos aún sin apretar del todo.

(…)

La eucaristía de la democracia burguesa no cree -gracias a Dios, hasta ahí podíamos llegar- en la «presencia real» del pueblo: le basta con que la hostia consagrada en las urnas sea sólo un símbolo que les llena de gracia. Así se celebraron las misas mayores de la I y la II Restauración borbónica, la de Cánovas y la de Juan Carlos I.

Por eso, cada vez que el pueblo ha intentado protagonizar la Historia, a sus propios defensores, los que habían estirado el resorte de la causa popular (no pocas veces en su propio beneficio y otras de buena fe), les han entrado orteguianas cagaleras (¡no es esto, no es esto!) y han dedicado todos sus esfuerzos a promover la reacción necesaria para que el muelle vuelva a su estado de reposo, para «encauzar el entusiasmo», para «evitar el radicalismo», para «refrenar los excesos» o, en definitiva, para expulsar al pueblo del primer plano, es decir: para ponerlo en su sitio. (pp. 104-107)

Y dos detalles más que cito porque no quiero olvidarlos:

Todos los matrimonios viven en el destierro, sin poder regresar a esa patria perdida donde fueron tan felices… (p. 235)

… el cambio cultural más relevante e imprevisto en un siglo ha sido la aparición de las tiendas de los chinos. Primero fueron los chinos de la esquina que vendían pan a deshoras: en poco tiempo no quedó rastro de los antiguos ultramarinos. Luego aparecieron los chinos textiles, con réplicas de zapatillas deportivas y ropa de marca a precio de saldo; los chinos electrónicos, con toda clase de aparatos; los chinos fruteros, con sus bolsas y sus guantes de plástico, sus básculas trucadas y esos inmaculados delantales que tarde o temprano despiertan sospechas. El noble, generoso e insurrecto pueblo madrileño, el que gritaba «¡No pasarán!» frente a las tropas de Franco, ahora vuelve a gritar «¡Vivan las caenas!», y se ha convertido ya en un consumidor de buen conformar, adicto al low-cost: basta una tele de plasma para impedir una huelga y el «derecho a internet» ha reemplazado a la obsoleta justicia social (o a la justicia sin más). Por si fuera poco, ponen partidos de fútbol todos los días de la semana. Sinceramente: ¿qué más se puede pedir? (p. 301)

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