Santiago Roncagliolo: Tan cerca de la vida. Madrid: Alfaguara, 2010.
Reelaboración del mito de Frankenstein a la sombra de las paradojas existenciales heredadas de Philip K. Dick. Está ambientada en una megalópolis oriental al estilo Blade Runner donde el surgimiento de la individualidad, la diferencia, parece un milagro.
Lejos de la calidad de sus modelos, Tan cerca de la vida posee una indudable utilidad como recurso didáctico para explicar la paradoja de los «cerebros en una cubeta» de Hilary Putnam (Razón, verdad e historia. Madrid: Tecnos, 1988). Apoyándose en Putnam, Roncagliolo sugiere que una supuesta Inteligencia Artificial sería incapaz de cobrar autoconciencia y, sin embargo,…
—Suponga, Max, que nadie piensa que yo soy un humano. ¿Dejo de serlo por eso?
—Yo no… supongo que no. Todos pueden estar equivocados.
—¿Y si soy yo el que se equivoca?
Golem se acomodó para dejar fluir esos dedos por su plumaje. Abrió el pico, pero no emitió ningún sonido.
—¿Señor?
—¿Conoce la paradoja de Putnam, Max?
—No, señor.
—Putnam es un filósofo que inventó un juego de palabras muy divertido. Una especie de fábula. ¿Quiere escucharla?
—Sí, señor —respondió Max, porque no pensó que podría decir ninguna otra cosa. Se sentía intimidado, con la voz de Kreutz soplando sobre su oído como una brisa antartica.
—Imagine que un científico loco toma un cerebro humano —dijo el presidente—. Quizá mata al dueño, quizá lo roba de la morgue, eso da igual. Digamos que arranca el cerebro del cráneo y lo pone en una bañera.
—¿Una bañera, señor?
—Una bañera con sangre y agua, y en fin, con todos sus líquidos nutrientes. El cerebro flota ahí como si aún estuviera dentro de la cabeza de su dueño. Bueno, mi versión de la historia le parecerá un poco morbosa. Putnam narra las cosas con más sobriedad, pero tengo cierta debilidad por el drama. En fin, el caso es que el científico conecta las terminaciones neuronales del cerebro a una gran computadora, una máquina muy sofisticada que emite estímulos sensoriales. ¿Me sigue?
—Creo que sí.
Kreutz soltó al papagayo y sus manos volvieron a su lugar. Una oleada de paz recorrió el cuerpo de Max. Pero al darse vuelta, Kreutz seguía ahí, en el mismo lugar, con el rostro tan cerca de Max como lo había estado el pico de Golem instantes antes. Hablaba sin emoción aparente. Parecía que hubiese activado una grabadora:
—Pues bien, esa computadora provee al cerebro de todas las imágenes que sus sentidos demandan: el olor del café, la luz del sol, el sabor de las manzanas, el sonido de la música, la piel de una mujer… Todo lo que ese cerebro percibe proviene de impulsos electrónicos generados por la computadora. Y esos impulsos son muy completos. En consecuencia, el cerebro cree que se despierta por la mañana, cree que desayuna, cree que va a trabajar y que tiene amigos, o incluso novias o hijos. Y que progresa. Y que envejece. En suma, cree que tiene una vida. ¿No le parece fascinante? Como en la película Matrix.
—Supongo que sí, señor.
—Pues bien, Putnam añade una reflexión aún más fascinante. Yo diría más: sorprendente. Un argumento que nos hace dudar de la realidad en que vivimos y a la vez nos atornilla a ella.
Al decir esto, Kreutz abrió los ojos hasta dejarlos casi redondos. Max no se animó a responder nada. No sabía adonde llevaría toda esta historia de científicos locos, pero sospechaba que no le gustaría en cualquier caso. Kreutz debía ser consciente de ello. Hasta donde Max había llegado a entender, este tipo de situaciones correspondía a su idea de la diversión.
—Ahora imagine —siguió el relato del presidente— que un día ese cerebro en la bañera tiene una iluminación, una revelación. A lo mejor sufre una conversión religiosa. O ve la verdad en sueños. Como sea, una mañana se despierta, cree que se despierta, y se dice a sí mismo: «Todo esto es mentira. Todo esto no existe. Yo no soy un ser humano, ni lo son mis amigos, mi esposa o mis hijos. Yo sólo soy un cerebro en una bañera, y todos ellos son ilusiones creadas con la ayuda de una computadora». ¡Ta-rááán! Ha descubierto la realidad.
A espaldas de Max, Golem aleteó, como para recordarle que no podía retroceder, sin importar qué tan cerca estuviese Kreutz. Los japoneses habían desaparecido de su campo visual, ahora enteramente ocupado por la figura del presidente.
—Pues bien —volvió a la carga Kreutz—, Putnam defiende que, por mucho que tenga razón, ese hombre está loco. Vive fuera de la realidad. Aunque en realidad sea un cerebro en una bañera, cuando él lo afirma, lo que dice es falso. ¿Qué le parece, Max?
Max trató de recordar el adjetivo que el propio Kreutz había usado antes. Al final, lo consiguió:
—Sorprendente, señor.
—¿Quiere saber por qué?
Max lo único que quería era salir de ahí. A sus espaldas, Golem empezó a picotear el aro. Kreutz no esperó una respuesta:
—Porque en el mundo en que vive ese cerebro, ese mundo ilusorio e irreal generado por una computadora, hay cerebros y hay bañeras. Y las palabras que ese cerebro usa, las que cree decir en voz alta, aunque sólo las piense, se refieren a esos cerebros y esas bañeras. Si él afirma ser esas cosas, cualquiera de sus amigos, y con toda probabilidad su esposa, aunque sea una falsa esposa, se preguntarán razonablemente por su salud mental, y le enseñarán un cerebro y una bañera y le dirán: «¿Ves? Estas son las cosas de las que hablas. Tú no eres esto. Tú tienes pelo, y codos y nariz. Tú no puedes ser esto. Lo que dices es incoherente con un dato vital básico, a saber, que existen cerebros y existen bañeras, y ninguno de los dos se parece a ti». El siguiente paso de la esposa, por supuesto, será internar a ese hombre en un hospital psiquiátrico. Un psiquiátrico irreal generado por la computadora, pero, a todos los efectos prácticos, horroroso.
Kreutz sonrió triunfalmente y por fin se alejó de Max, que sintió que el aire volvía a correr a su alrededor. Los japoneses seguían en su sofá y miraban a Max —o quizá al papagayo— con curiosidad. Kreutz regresó a su sillón y lo giró, mostrándole la espalda. Un largo silencio se expandió por el cuarto. Max se sintió obligado a decir algo:
—Pero… ese hombre… dice la verdad. Es un cerebro en una bañera. Tiene razón.
Kreutz no se volvió para responderle:
—¿Razón? No. Tener razón significa poder demostrar nuestras afirmaciones. Y él no puede demostrarlas.
—Pero ¡son ciertas!
—Quizá sean ciertas en el lenguaje del científico loco, Max. Pero no en el de ese cerebro, en el lenguaje que comparte con las personas con que vive. En ese lenguaje, lo que él afirma es mentira. O por lo menos, es una clara señal de estar tronado.
En ese momento, uno de los módulos domésticos se acercó con la jarra para servirle más té a Kreutz. Cuando terminó de verter el líquido en la taza, Kreutz dijo:
—Permítame explicárselo de un modo más gráfico, Max —y se volvió al robot—. Sírveme más té, por favor.
El robot repitió la operación, hasta que el té alcanzó los límites de la taza.
—Más —insistió Kreutz.
Como no estaba programado para discutir, el módulo vertió más en la taza. El líquido se derramó por los cuatro costados, inundando el plato y mojando parte de la mesa. Sólo entonces, Kreutz se volvió hacia Max:
—¿Ve usted? Las palabras son como esta taza. Sólo pueden contener lo que cabe dentro de ellas. Por mucho que queramos ponerles más, nada más cabe en su interior. Por mucho que el cerebro quiera alcanzar el mundo del científico loco, no puede referirse a él con el lenguaje de que dispone.
Max sopesó las palabras de Kreutz. Podía sentir que comprendía vagamente su sentido, pero aun así se le escapaban detalles, implicaciones, posibilidades:
—Lo que usted quiere decir es que ese hombre… o lo que sea… nunca podrá saber la verdad sobre su existencia.
A Kreutz le brillaron los ojos antes de afirmar:
—Está atrapado en su lenguaje, que marca los límites de su realidad. La realidad es lo que creen las personas con que hablamos.
—¿Y usted? ¿Usted es como el científico loco? ¿Golem es como el cerebro, que no sabe lo que es en realidad?
—Los animalitos no se hacen esas preguntas, Max. No son conscientes de ser algo en particular. No tienen ni siquiera palabras con que formular esos problemas. Su mundo es más pequeño que el nuestro.
—Pero los cadáveres… quiero decir, el material biológico… Usted no quiere diseñar papagayos…, quiere diseñar personas.
Golem chilló y se sacudió en su aro. Sobre la mesa, se expandía una mancha oscura de té derramado. Kreutz se llevó la mano al mentón y miró sin ver hacia la pared, en posición de meditación, como hablando consigo mismo:
—Sí, pero para eso tenemos una gran limitación. Crear una máquina de aspecto humano es caro, pero no imposible. Podemos ponerle ojos y pelo hasta a una escoba. El verdadero problema, Max, es el lenguaje. (pp. 256 y ss.)
El mismo problema que tenía Wittgenstein. Concretamente el primero. Cuando «se dio cuenta», se transformó en el segundo Wittgenstein. Suena raro hablar así, ¿no? ¡Pero es verdad!
Feliz año, Eugenio.
Hola Fran, tienes mucha razón en la analogía.
Un matiz: Putnam propone el argumento de los cerebros en una cubeta para desmontar el argumento cartesiano de la duda sobre el mundo exterior.
Reconocer los límites del conocimiento es el mejor modo para superar el escepticismo. Así, el segunto Wittgenstein.
Curioso.
Feliz año a ti también.