Rafael Reig: Guapa de cara. Madrid: Lengua de trapo, 2004.
Lola Eguíbar era adicta a la reminiscencia. Cuenta en la novela que mientras leía a Nietzsche se sorprendía siempre de encontrarse lo mismo que ella ya había pensado antes por su cuenta. A mí me sucede algo parecido con la literatura de Rafael Reig.
Guapa de cara se desarrolla en ese Madrid hipotético y sumergido que Rafael Reig creó para Sangre a borbotones. Al igual que hiciese Philip K. Dick en El hombre en el castillo, Rafael Reig inventa un Madrid alternativo a partir de sencillos contrafácticos: ¿Cómo habría evolucionado el mundo si las reservas de petróleo se hubiesen terminado? ¿En qué país se habría convertido España si EE.UU. hubiese invadido la península ibérica para evitar el avance de la plaga comunista? Probablemente es este aplomo de Rafael Reig para mezclar herencias literarias antagónicas y llevarlas más allá de sí mismas lo que convierte su literatura en única dentro del panorama narrativo actual.
La novela comienza con la desafortunada Lola Líos, pseudónimo de la escritora Lola Eguíbar, recibiendo un tiro en la cabeza. Es el mejor inicio posible. El narrador se sitúa inmediatamente del otro lado, contempla su historia sub specie aeterni. Desde el más allá, las cosas ocupan su justo lugar, y lo que llamamos dignidad o sustancia de héroe aparece extrañamente del lado del perdedor, del fracasado, del adicto, del esquizo, del suicida…
Además, quién no recuerda el inicio de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950). Nos habla la voz en off del protagonista, cadáver boca abajo en la piscina, por fin en paz. El que habla desde el más allá habla siempre de un modo sabio. Es consciente del papel esencial que el sinsentido y el azar tienen en eso que llamamos vida. La muerte nos iguala, nos absuelve. Definitiva, imprevisible, inapelable, irreversible. Y siempre «antes del final». Antes de que podamos saber de qué iba la película de nuestra vida. «No hay banda sonora. No hay primeros planos. No hay línea argumental.»
Como diría Deleuze, el esquizo «no codifica, no territorializa». No vive como todos en un mundo estrictamente parcelado por significados. Esa es su sabiduría, esa es su enfermedad. Vive permanentemente en una tierra devastada por el diluvio. Así que ahorra sus lágrimas. Sabe de antemano que el único pecado del hombre es haber nacido y que sólo la muerte nos absuelve. Todos lo sabemos al final. Pero el esquizo lo sabe constantemente. Así que no llora ¿Para qué? Hay un homenaje al esquizo en esta novela de Rafael Reig. Incomprendido, sabio y sufriente.
Toda nuestra vida está atravesada por el deseo. Los placeres nos gustan consecutivos aunque a Lola Líos, algo compulsiva, también le gustaban simultáneos. Pero ese río tumultuoso esconde a su término un secreto brutal que sólo se muestra en sueños. Ese secreto deseo es la muerte, la destructora de fines y significados, la divinidad del esquizo. Así de bien lo dice Rafael Reig:
Conozco el cuento, mi padre era psiquiatra. La amenaza de nuestros sueños, la oscuridad que surge de los deseos cumplidos, porque el deseo es una cadena sin fin, cada deseo cumplido lleva a otro y, al final de la cadena, está oculto el único deseo que no queremos mirar: el deseo de muerte. (p. 36)
La muerte es el diluvio universal, borra todos los fines, todos los pecados. Hace de la vida un espectáculo cruel e insignificante, leve como diría Kundera. Es el niño, esquizo privilegiado, el único capaz de absorber esta verdad con todas sus consecuencias. El niño experimenta con esa verdad: todo está permitido, nadie es culpable, el dolor es tan leve como la risa. El niño lo sabe y a veces lo confirma de un modo brutal, «clavándole a los pájaros alfileres en los ojos», como en alguna parte escribió Mishima y recuerda Reig. O de este otro modo:
Mi padre nació en 1930. Era un niño durante la guerra. Por la noche iban a ver los fusilamientos, porque a veces alguna mujer, frente al pelotón, perdía el juicio, se levantaba las faldas y lo enseñaba todo. «¡Menuda fotografía», decían los niños dándose codazos, escondidos en el terraplén. Vio bombardeos, vio leprosos y vio morir a su hermano Enrique, que estaba jugando con un arma cargada. (p. 69)
Necesitamos urgentemente un alivio de esa certeza. Lo buscamos en un chute, en el amor, en el poder… Cada cual lo intenta a su manera. Pero no hay final feliz para nadie. El adicto, se llame Carlos Viloria o Enrique Urquijo, muere joven. El ambicioso, ya lo advirtió Platón, sufre el peor de los males humanos, la soledad. En el amor todos fallamos y, en lugar de aventurarnos en el alma infinita del otro, lo vamos doblando como si fuera una servilleta hasta que cabe en el bolsillo.
Hay en Guapa de cara algún avance de lo que fue su siguiente libro, Manual de literatura para caníbales. Rafael Reig es capaz de cualquier cosa con la tradición literaria: del homenaje sincero a la imitación, la parodia o el insulto. ¿Para qué le sirve hoy a nadie leer la Fábula de Polifemo y Galatea? ¿Para qué aquello de «y su boca dio, y sus ojos cuanto pudo/ al sonoro cristal, al cristal mudo»? Rafael Reig transforma a Acis en Benito Viruta, niño cíclope, que se masturba mirando el cadáver de la ninfa Lola Líos.
Era el niño cíclope, con su ojo vago tapado con un parche y esparadrapo, las uñas mordidas hasta hacerse sangre y el bolsillo derecho del pantalón descosido. Miraba mi cadáver tendido en el suelo. Un pecho me asomaba por el escote de la blusa. El abominable escolar, a través del agujero del bolsillo, se la estaba tocando mientras miraba con un solo ojo mi cuerpo sin vida y se mordía los labios. (p. 13)
Rafael Reig no duda en parodiar las explosiones de histeria femenina del teatro de Lorca o los atardeceres «cárdenos» de Machado. Aunque los golpes más certeros se los llevan Azorín y Unamuno. Azorín, infinitamente aburrido, modelo de estilo en los libros de texto, tan próximo a la zona cero de la literatura. Unamuno, dominado por una patológica soberbia castellana que le hacía creerse único merecedor de la inmortalidad individual.
Ciertos detalles olvidados de la infancia de cualquiera son los que el autor usa para dar las primeras pinceladas al retrato de su protagonista. Desde niña era ya tan gordita que fue para siempre sólo «guapa de cara» y, a pesar de las infinitas advertencias de su madre, la muerte la pilló con unas «bragas desteñidas y con la goma dada de sí». No hemos leído veinte páginas y ya nos parece que casi podemos tocar a Lola Eguíbar. Las metáforas de Rafael Reig llegan desde la infancia, con la fuerza inusitada de un puñetazo en la cara, con la dulzura amarga del tiempo perdido:
Sentí que mi alma se iba empapando de la tristeza del abrazo de mis padres, igual que una galleta María al mojarla en Colacao.
Pensé que, si la hubiera sacado para llevármela a la boca, mi alma se habría partido en dos en el trayecto. (p. 57)
Creo que esta capacidad para plasmar mediante la palabra la esencia de las cosas reside en el uso proustiano de la memoria. Los recuerdos de la vida consciente son todos falsos. La memoria no es un espejo, como el cine, sino más bien una cinta en la que grabamos encima de lo grabado o un texto escrito a lápiz que rehacemos una y otra vez. Sólo conserva toda la fuerza de la verdad aquello que está protegido por el olvido. Ese es el recuerdo mágico que funciona como una verdadera máquina del tiempo.
Carlos Viloria me dijo que algo parecido era lo que decía Marcel Proust con su famosa magdalena. Que el recuerdo sólo es posible gracias a lo que olvidamos. Lo que recordamos va cambiando con nosotros, lo vamos transformando cada vez que lo recordamos y por eso ya nunca volverá a ser tal y como fue: lo hemos perdido para siempre al recordarlo. El único recuerdo verdadero, el que permanece tal y como fue, es el de lo que hemos olvidado, el que aún puede aparecer de pronto, rescatado por una sensación (como el sabor de esa magdalena que mojaba mi padre en el café con leche). Solo podemos desenterrar intacto lo que habíamos olvidado, porque es lo único que ha permanecido a salvo, depositado en el olvido protector como en una Biblioteca Nacional o en un museo, conservado en una gota de resina oscura, en el ámbar del collar que llevaba puesto el día de mi muerte. (pp. 90-91)
Hay en Guapa de cara otros muchos estratos en los que detenerse: la curación del esquizo mediante una apasionada consumación post-mortem del Edipo, la figura venerable del detective Clot derrotado por el típico zugzwang vital, la miserable mezquindad de quienes se alimentan compulsivamente del poder y la fama, la descripción exacta del momento en que la vida nos rompe, el sentido homenaje a Enrique Urquijo, muerto por sobredosis en 1999… Tantos estratos como lectores.
Para terminar, a diferencia de Sangre a borbotones, novela-juego, parodia del género negro y de ciencia-ficción, Guapa de cara es una novela más amarga, más introspectiva, más sabia. Quizás, ¿más dolorosamente autobiográfica?
Es que la Literatura es una perra con infinitas tetillas, de las que todos podemos mamar. Y luego meamos de acuerdo con la gracia de nuestro organismo.
Es un escritor muy valiente, mucho.
Un saludo.