Ernst Jünger: Visita a Godenholm. Juan Conesa Sánchez (tr.) Madrid: Alianza, 1983.
Después de muchos años releo la que es, en mi opinión, la mejor novela de Ernst Jünger, Besuch auf Godenholm (1952). En algún volumen de Radiaciones, Jünger (1895-1998) confiesa que es también su preferida. Es una novela breve con un argumento sencillo. En una isla escandinava se reúnen en casa del maestro Schwarzenberg, los ex-combatientes Moltner, psiquiatra, y Einar, historiador, para vivir una experiencia iniciática inducida por un estado de ebriedad. Los contenidos de sus visiones están inspirados en las que tuvo el propio Jünger en sus sesiones de LSD con el químico Albert Hofmann (Suiza, 1906). En definitiva, si alguna vez te has preguntado qué alucinaciones tendrían unos cuantos filósofos en una fiesta con LSD esta es tu novela.
Las visiones que expone Jünger tienen una clara raigambre platónica. Así, la visión de Moltner pasa por tres fases que recuerdan los segmentos del pasaje de la línea. En primer lugar, el orden geométrico universal, a continuación, los arquetipos, prestando especial atención a las especies marinas, y, por último, el resplandor de luz que está en el origen, el rayo, el Sol, la Idea del Bien, el Uno.
Los números, los pesos y las medidas surgieron de la materia. Se despojaron de su aspecto exterior. Ninguna diosa podía comunicarse con el iniciado de una manera más audaz y libre. Las pirámides, con toda su pesadez, no igualaban aquella revelación. Aquello era resplandor pitagórico. (pp. 77-78)
¿Es que lo esencial de los géneros y las especies era lo que aquí se movía y desfilaba al compás de la canción de la vida, lo que penetraba a raudales en el éter? ¿Es que lo indestructible en ellos era la chispa que, a través de la cadena de la especie, prendía del padre en el hijo? Aquí cayeron las cadenas y los sentidos intuyeron una magnificencia atemporal. (p. 82)
Era el antiguo sol, que se condensaba en haces para una nueva ofrenda. El que algunas veces se le llamara dios o diosa no era más que un ligero aderezo en su frente. El sol brillaba sobre el trono de los faraones, sobre las pirámides y en el palacio de Moctezuma. Humo ondulaba en torno a toros dorados, las cobras mecían su cofia de luz. Los tigres rugían y los pavos reales desplegaban sus colas. Aquí reinaba el silencio, el gran mediodía, el poder inmóvil. Era sólo una ligera fluctuación, como si los muros se transformaran de oro en luz y de nuevo en oro. Pero no estaba sujeto a ningún cambio. El ser y la esencia se identificaban totalmente. (pp. 86-87)
La visión de Einar no necesita del andamiaje filosófico de Moltner para terminar en la misma conclusión. La visión de sus padres muertos, retornados a la vida, le hace tomar conciencia de esa luminosa Unidad originaria que convierte en inútiles todos los esfuerzos de la muerte.
Sí, él comprendía lo que se quería enseñar aquí. Continuamente volvía a suceder que lo uno se elevaba por encima de las partes y se revestía de resplandor. Este secreto era inexpresable, pero todos los misterios aludían a él, trataban de él, de él sólo. Los caminos de la historia y sus argucias, que tan entrelazadas parecían, llevaban hacia esta verdad. A ella se acercaba también toda vida humana, con el transcurso de cada día, con cada paso. El tema único-de todas las artes fue siempre ese uno y desde él cada pensamiento fue ordenado en su categoría. Aquí estaba la victoria que coronaba a todos y le sacaba la espina a cada una de las derrotas. El grano de polvo, el gusano, el asesino, todos participaban de ella. No había nada muerto en esa luz, ni había nada de tinieblas. (p. 101)
Jünger termina con una advertencia: la sabiduría no está en el veneno alucinógeno sino dentro de cada uno, o, dicho con las palabras del maestro, «Espero poder ofrecerles también el año que viene comida y bebida. En cuanto al resto -sonrió- mi casa es como una posada española: los huéspedes no encuentran más que lo que traen consigo en su equipaje«.
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