Nigel Barley: El antropólogo inocente (1989)

Nigel Barley: El antropólogo inocente. Mª José Rodellar (tr.) Barcelona: Anagrama, 2016.

Primer trabajo de campo del antropólogo Nigel Barley que, siguiendo al maestro Malinowski, no deja fuera de su relato las dificultades y los reveses cómicos que implica adaptarse a un pueblo primitivo como el dowayo. Interpretar una cultura extraña, traducirla a esquemas de pensamiento occidentales, introducir patrones de racionalidad en lo que, en principio, parece un comportamiento sinsentido, es una tarea que no puede reducirse a la mera recogida de datos sino que incorpora muchos otros elementos imponderables. Uno de ellos es renunciar a determinados estereotipos como el mito del «buen salvaje» que no hacen sino oscurecer la investigación. En los pueblos primitivos hay racionalidad y armonía con la naturaleza, pero también puede haber falta de ellas. Por ejemplo, puede que su forma de entender el tiempo nos parezca «sabia» comparada con las prisas y los atascos de las grandes ciudades, sin embargo, tendremos más problemas para encontrar «sabiduría» en sus ideas acerca de la muerte con el festival de las calaveras para asustar a los espíritus de los muertos.

En el país Dowayo el cómputo del tiempo es una pesadilla para cualquiera que pretenda establecer un plan que abarque más allá de diez minutos en el futuro. El tiempo se mide en años, meses y días. Los más ancianos sólo tienen una vaga noción de lo que es una semana; parece que ese concepto se considera un préstamo cultural, igual que los nombres de los meses. Los viejos cuentan en días a partir del presente. Existe una complicada terminología que designa puntos determinados del pasado y el futuro como, por ejemplo, «el día anterior al día anterior a ayer». Mediante este procedimiento, es virtualmente imposible fijar con precisión el día en que va a ocurrir una cosa. A esto se añade el hecho de que los dowayos son muy independientes y se molestan si alguien intenta organizarlos. Hacen las cosas cuando les viene en gana. Tardé mucho en acostumbrarme a ello; no me gustaba aprovechar mal el tiempo, me contrariaba perderlo y esperaba obtener una compensación por el que invertía. Estaba convencido de que tenía el récord mundial de oír la frase «No es el momento oportuno para eso», pues era lo que contestaban los dowayos cada vez que trataba de obligarlos a enseñarme una cosa concreta en un momento concreto. Nunca quedaban en encontrarse a una hora o en un lugar determinados. La gente se extrañaba de que me sintiera ofendido cuando aparecían un día o una semana más tarde, o cuando recorría quince kilómetros para descubrir que no estaban en casa. Sencillamente, el tiempo no podía ser distribuido. Otras cosas de naturaleza más material entraban dentro de la misma categoría. El tabaco, por ejemplo, no admitía una separación clara entre lo mío y lo tuyo. Al principio me desconcertó que mi ayudante cogiera mi tabaco sin un formulario «con permiso» siquiera, mientras que no se le hubiera ocurrido jamás tocar mi agua. El tabaco, como el tiempo, es un área en que el grado de flexibilidad permitido por la cultura se halla muy lejos del nuestro. No es permisible negarse a compartir el tabaco; los amigos tienen derecho a registrarte los bolsillos y coger lo que encuentren. (pp. 102-103)

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