Henri Roorda: Mi suicidio

No tengo ningún miedo del porvenir desde que oculté
un revólver cargado entre los muelles de mi cama.

Henri Roorda: Mi suicidio. Miguel Rubio (tr.) Madrid: Trama editorial, 2004.

Esta es una lectura inolvidable.

Tuve noticia de este libro a través del blog Lector mal-herido. Pude hacerme con él gracias a una librería virtual. Así que, ¡alabadas sean la blogosfera e Internet!

Henry Roorda nació en Lausana en 1870. Fue profesor de matemáticas y ensayista. Se suicidó en 1925. Mi suicidio explica por qué decidió dispararse en el corazón. En principio, cualquiera podría esperar de este libro una sucesión agónica de tristezas y lamentos. Pero nada más lejos de la realidad, es este un libro sabio en el que se siente una y otra vez la presencia liberadora del pensamiento de Nietzsche.

El suicidio de Roorda no es una acto de desesperación sino el resultado de una sencilla y coherente deliberación. Sólo admite seguir viviendo si puede disponer de momentos de embriaguez, emoción y belleza. Pero a su avanzada edad ya escasean la salud y el dinero, así que prefiere poner término a su vida en lugar de empeñarse en durar a cualquier precio.

Pero no comprendo a esos seres envejecidos, pobres y desdichados que desean por encima de todo durar. ¿Qué esperan? Entre ellos hay solitarios que no quieren a nadie y enfermos que hacen más pesado el fardo que sus parientes llevan en su lugar.
Necesito vivir con embriaguez. Muchas veces, por la mañana, cuando iba a la escuela, me sentía deprimido porque iniciaba una jornada en la que no habría nada, nada más que el cumplimiento del deber profesional. No soy un hombre virtuoso, ya que consideraba insuficiente dicha perspectiva. Necesito percibir, en el futuro inmediato, momentos de exaltación y de alegría. Sólo soy feliz cuando adoro algo. (pp. 32-33)

Roorda se queja de que sus profesores le enseñaron demasiado sobre los grandes valores pero no le pusieron en la pista de una verdad más sencilla: el dinero hace la felicidad. La sociedad se encarga de intentar convencernos de los contrario pues el sistema no puede satisfacer los deseos de todos. Así que inventa consuelos para que la gente pobre y honesta desee seguir viviendo su miserable vida. Al respecto, es muy ilustrador este párrafo que recuerda enormemente a La genealogía de la moral:

Las gentes muy pobres y muy honestas son seres que han sido alimentados de manera insuficiente. Obsérvelos: ningún calor irradia de su alma. Han recibido la alimentación justa para poder continuar. Por otro lado, eso es todo lo que les pide la Sociedad, que los necesita para pervivir.
Me figuro la cara que pondrían los ricos si los pobres adoptaran la costumbre de suicidarse para abreviar su triste y gris existencia. Con toda seguridad dirían que es inmoral. ¡Y qué medios no emplearían para impedir la evasión de sus prisioneros! (p. 19)

¡Jóvenes, enriqueceos!, ese sería el lema educativo de Roorda. Los hombres de letras tienen habitualmente un alto concepto de sí mismos, piensan que tienen un alma superior a la de los comerciantes, tan preocupados por el dinero. Sin embargo, Roorda insiste:

Un profesor que cobra su paga al final de cada mes es con frecuencia un ingenuo que posee una idea absurda de la vida, pues tiene de masiado tiempo para consagrarse a especulaciones gratuitas. En nuestro mundo de negociantes y de financieros, el hombre normal es aquel que, de día y de noche, no piensa en otra cosa que en el dinero. Ese sabe que la vida es un combate que hay que dar de nuevo todos los días. Comprende la necesidad de estar atento y ser prudente. (pp. 22-23)

La moral que la sociedad inculca a la mayoría es una moral que va contra la vida, contra la fisiología. El Estado utiliza a sus funcionarios para moldear las mentes de los jóvenes usando conceptos como vergüenza, culpa, responsabilidad, deber… cuyo único objeto es mantener a raya nuestros deseos.

En suma, la sociedad pide al individuo que sea lo que fisiológicamente no es. No debe extrañarnos que la acción que el educador ejerce sobre la juventud produzca gran cantidad de hipócritas y algunos rebeldes. (p. 30)

Para que la vida prosiga es preciso que los hombres consientan, todos los días, durante largas horas, en convertirse en verdaderas máquinas. Pero la máquina no lo es todo. Convierte en autómatas y maniáticos a aquellos que tienen como tarea enriquecer la vida interior de los seres jóvenes. Desde hace treinta y tres años enseño a mis alumnos matemáticas elementales. Todos los años, todos los días, recito reglas y fórmulas inmutables. (No hace falta que diga que mis digresiones son contrarias al Reglamento.) Hay frases que tuve que pronunciar tantas veces que el hastío que siento las retiene a menudo en mis labios. (pp. 38-39)

El suicidio de Roorda no emana de un sentimiento trágico de la vida sino, al contrario, de un amor sincero y realista por la vida. Pero para poder disfrutar del espectáculo que brinda hay que tener una buena butaca, y la mayoría son malas.

La muerte segura es el mejor criterio de verdad. Todo lo que es vano y prescindible aparece como tal. En cambio, lamentamos la pérdida de lo más sencillo, lo verdaderamente importante:

Hace días que no siento ya interés por ciertas cosas. Todo lo que es literatura me parece verdaderamente vano, y me resultaría difícil tomar parte en las discusiones que enardecen a los hombres. Las conversaciones me parecen más insípidas que nunca.
Pero sí me hago una idea acertada de las cosas infinitamente preciosas que voy a perder. Me parece que ahora distingo mejor lo que posee valor en la vida. Soy feliz viendo el cielo, los árboles, las flores, los animales, los hombres. VER me hace feliz. Soy feliz por estar vivo todavía. Quisiera acariciar una vez más los senos de Alicia para no estar solo. (p. 52)

Para terminar un párrafo del que el propio Nietzsche estaría orgulloso:

Me gusta muchísimo el vino. Rejuvenece momentáneamente mi alma gastada. El vicio consiste en que algo nos guste en demasía.
Hay dos clases de gentes virtuosas: unas cuyos deseos son débiles y que resisten con facilidad a las tentaciones. Y otras que, voluntariamente, van en contra de su verdadera naturaleza. Estas son raras. Entre ellas hay locos que se torturan a sí mismos para agradar a Dios. Y hay también seres excepcionalmente buenos que se sacrifican por amor o por piedad. Son los únicos que pueden hacer que me sienta inferior.
Los otros no valen más que yo. Son sólo seres prudentes que no aman nada con pasión. Avanzan en la vida durante mucho tiempo sin caer, pues no se inclinan ni a izquierda ni a derecha. Los hábiles y los triunfadores son equilibristas.
¿Por qué hay que ser virtuoso? Para que la vida prosiga. ¿Y por qué es necesario que la vida prosiga? Dios no podría contestar a todos los por qué del hombre. Si contestara seguramente diría que creó el mundo porque no podía hacer otra cosa. Y declinaría toda responsabilidad. Así somos todos. (p. 54)

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