Emile Cioran: Ese maldito yo

Emile Cioran: Ese maldito yo. Barcelona: Tusquets Fábula 2ª ed., 2004

Libro de aforismos, pleno de contrastes. Es inferior a los Cuadernos pero imprescindible para quienes estén interesados, al igual que Cioran, en Dios, Bach, Brahms, Nietzsche y Schopenhauer.

Según la Cábala, Dios permite que su esplendor disminuya para que los ángeles y los hombres puedan soportarlo. Lo cual equivale a decir que la Creación coincide con un debilitamiento de la claridad divina, con un esfuerzo hacia la sombra que el Creador ha consentido. La hipótesis del oscurecimiento voluntario de Dios tiene el mérito de abrirnos a nuestras propias tinieblas, responsables de nuestra irreceptividad a cierta luz. (p. 27-28)

Descubro indefectiblemente un comienzo de desbaratamiento en todos aquellos a quienes les interesan las mismas cosas que a mí… (p. 32)

No deberíamos molestar a nuestros amigos más que para nuestro entierro. Y aún así… (p. 33)

En la iglesia de Saint-Séverin, escuchando al órgano El arte de la fuga, me repetía: «He aquí la refutación de todos mis anatemas». (p. 44)

Brahms representa, según Nietzsche, die Melancolie des Unvermögens, la melancolía de la impotencia.
Semejante juicio, escrito el mismo año de su crisis, empaña para siempre el esplendor de su hundimiento. (p. 59)

¿Para qué nos agitamos tanto? Para volver a ser lo que éramos antes de ser. (p. 64)

Cuando supe que él era totalmente impermeable a Dostoievsky y a la Música, me negué, a pesar de sus grandes méritos, a conocerlo. Prefiero conversar con un retrasado mental sensible a cualquiera de los dos. (p. 65)

Cada vez que escribo a una amiga nipona, le recomiendo una obra de Brahms. En su última carta me cuenta que acaba de salir de una clínica de Tokyo a la que fue trasladada en ambulancia por haberse entregado demasiado a mi «ídolo». ¿Ha sido a causa del Trío nº 2 opus 87 o de la Sonata nº 2 opus 99? Qué importa… Sólo lo que invita al desfallecimiento merece la pena ser escuchado. (p. 71)

Fueron Schopenhauer y Nietzsche quienes mejor hablaron en el siglo pasado del amor y de la música. Sin embargo, los dos no frecuentaron más que los burdeles y en cuestión de músicos, el primero adoraba a Rossini y el segundo a Bizet. (p. 100)

Dios es el ser condicionado por excelencia, el esclavo de los esclavos, prisionero de sus atributos, de lo que es. El hombre, por el contrario, dispone de cierta independencia, en la medida en que no es, no poseyendo más que una existencia prestada, se agita en su pseudorrealidad. (p. 114)

Tras las Variaciones Goldberg -música «super-esencial», para emplear la jerga mística- cerramos los ojos abandonándonos al eco que han suscitado en nosotros. Ya nada existe, salvo una plenitud sin contenido que es la única manera de rozar lo Supremo. (p. 117)

Todo el mundo me exaspera. Pero me gusta reír. Y no puedo reír solo. (p. 134)

Publicar un libro implica el mismo género de contrariedades que una boda o un entierro (p. 136)

Demóstenes copió a mano ocho veces todo Tucídides. Así se aprende una lengua. Deberíamos tener el valor de transcribir todos los libros que admiramos. (p. 152)

No he conocido a una sola persona perturbada a la que no le interesara Dios ¿Debe por ello concluirse que existe un vínculo entre la búsqueda de lo absoluto y la desintegración del cerebro? (p. 154)

Si aquel a quien llamamos Dios no fuera el símbolo por excelencia de la soledad, yo jamás le hubiera hecho el más mínimo caso. Pero intrigado desde siempre por los monstruos, ¿cómo hubiera podido ignorar a su gran adversario, más solo que todos ellos? (p. 194)

Bach en su tumba. Lo vi, como tantos otros, por una de esas indiscreciones a las que los enterradores y los periodistas nos tienen acostumbrados, y desde entonces pienso sin cesar en las órbitas de su calavera, que no tienen nada de original, a no ser que proclaman la nada que él negó. (p. 198)

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