George Orwell: Homenaje a Cataluña. Miguel Temprano (tr.) y Miquel Berga (prol.) Barcelona: Debolsillo, 2011.
George Orwell es el pseudónimo con el que firmó sus ensayos y novelas Eric Blair. Fallecido prematuramente de tuberculosis a los cuarenta y seis años , su carrera literaria se extendió durante un corto lapso de tiempo, de 1934 a 1949. Antes de llegar a España en diciembre de 1936 había publicado Los días de Birmania (1934), un manifiesto precozmente anticolonialista, y Que no muera la aspidistra (1936), una visión crítica tanto de la explotación capitalista de la clase obrera londinense como de los cantos de sirena de los totalitarismos de izquierda. En 1938 aparecieron impresas sus memorias de la Guerra Civil española bajo el título Homenaje a Cataluña. Durante la Segunda Guerra Mundial se consagró como periodista y ensayista. Antes de morir en 1950 añadió a su producción Rebelión en la granja (1945), archiconocida sátira del estalinismo, y esa maravillosa anticipación del arquetipo de un «mundo administrado totalitariamente» que es 1984, publicada póstumamente.
En principio, Eric Blair viajó a España con la intención de escribir artículos sobre la Guerra Civil. Sin embargo, al llegar a Barcelona, que había estado desde el inicio de la guerra bajo la influencia anarquista, creyó percibir la materialización de la utopía de una sociedad sin clases: los obreros al mando, las iglesias saqueadas, los edificios y automóviles requisados, la ausencia de anuncios publicitarios, la camaradería en las calles… Dejándose llevar por las apariencias creyó que «que era una situación por la que valía la pena luchar». Así que con una carta de recomendación del ILP (una rama radical del laborismo inglés ya desaparecida) fue admitido en las milicias del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, fundado por Andreu Nin y de orientación trotskista y antiestalinista).
Mientras el Ejército Popular de la República se mantenía en la retaguardia, las milicias del POUM fueron destinadas al frente de Aragón, donde permanecieron hasta junio de 1937. Orwell observa con desesperación británica que muchos de sus compañeros de armas son niños de entre quince y dieciséis años, sin experiencia militar, inútiles para el combate y equipados con fusiles inservibles.
A los españoles se les dan bien muchas cosas, pero no combatir. A todos los extranjeros les horroriza su ineficacia y, sobre todo, su desesperante falta de puntualidad. Lo quiera o no, un extranjero siempre acabará aprendiendo la palabra española mañana. Siempre que es humanamente posible, los asuntos de hoy se posponen hasta mañana. Tan evidente es, que los propios españoles bromean con ello. En España nada, desde una comida a una batalla, ocurre a la hora acordada. Por lo general todo ocurre más tarde, pero de vez en cuando —lo justo para que no se pueda confiar en que será así— ocurre antes. (p. 39)
Idealización y heroísmo desaparecen de sus memorias al describir la realidad de la guerra de trincheras entre el bando fascista y las milicias. Es el olor lo que se impone, «un olor a excrementos y comida podrida». El peor enemigo no son las balas sino el frío, los piojos, las ratas… A esto hay que añadir la indisciplina de los milicianos que Blair disculpa por su falta de entrenamiento. Es más, llega a decir que un ejército regular sin duda se habría disuelto en aquellas condiciones y, sin embargo, las milicias defendieron sus posiciones de forma voluntaria, por conciencia de clase. Es probable que el autor sea demasiado optimista al valorar la viabilidad de un ejército no fundado en la jerarquía y el miedo sino en el amor a las Ideas, pero no deja de resultar coherente con el resto de su discurso. Además, Orwell contrarresta estas opiniones con una descripción irónica y bastante realista de lo que pudieron ser esos meses en las trincheras.
—Esto no es una guerra —decía—, es solo una opereta en la que de vez en cuando hay algún muerto. (p. 59)
Una tarde, cuando empezaba a caer el crepúsculo, un centinela me disparó desde veinte metros de distancia y falló por un metro; ¡Dios sabe cuántas veces habré salvado la vida gracias a la mala puntería de los españoles! (p. 62)
Hay dos momentos en sus memorias en los que Orwell se deja llevar por consideraciones estéticas. Le apena el trato que dan las milicias a los edificios históricos, convertidos en «letrinas, una horrible mezcla de muebles rotos y excrementos». Sin embargo, más adelante, de vuelta en Barcelona, se queja de que los anarquistas no hayan volado por los aires una obra arquitectónica de aspecto tan fascista como la Sagrada Familia de Gaudí.
A menudo, cuando Blair se dedica a profetizar sobre el futuro de la guerra se equivoca. Diagnostica que la influencia de la Iglesia Católica en la zona republicana ha pasado a mejor vida o que el fascismo español será en cierto sentido más suave que el de otros países europeos.
Resaltaría dos momentos clave en el análisis político de Orwell. El primero tiene que ver con el orgullo de haber participado en un frente donde todos estaban unidos por el ideal de igualdad, de sociedad sin clases y no por la disciplina y el castigo. Convertirse al socialismo no tiene nada que ver con aceptar los argumentos de la ciencia económica marxista o la teoría revolucionaria de Lenin. La fe en el socialismo tiene connotaciones religiosas, es la fe en la posibilidad de materializar el sueño de una humanidad más justa.
Yo había ido a parar, más o menos por casualidad, a la única comunidad relativamente grande de Europa occidental en la que la conciencia política y la falta de fe en el capitalismo eran más corrientes que lo contrario. Allí, en Aragón, uno se encontraba entre decenas de miles de personas, muchas de ellas, aunque no todas, de origen obrero, que vivían al mismo nivel y se relacionaban de forma igualitaria. En teoría era una igualdad total, e incluso en la práctica le faltaba poco para serlo. En cierto sentido, puede decirse que allí se paladeaba un anticipo del socialismo, y me refiero a que el clima predominante era el del socialismo. Muchos de los comportamientos corrientes en la vida civilizada —el esnobismo, la codicia, el miedo al patrón, etcétera— sencillamente habían dejado de existir. La habitual división en clases de la sociedad había desaparecido hasta un punto casi inimaginable en la Inglaterra contaminada por el dinero; allí no había nadie más que los campesinos y nosotros, y nadie era el amo de nadie. Por supuesto, semejante estado de cosas no podía durar. Era solo una fase temporal y muy localizada de una enorme partida que se está jugando en todo el planeta. Pero duró lo suficiente para dejar huella en todos los que la vivimos. Por mucho que maldijéramos aquella época, después uno se daba cuenta de que había participado en algo extraño y valioso. Había formado parte de una comunidad en la que la esperanza era más normal que la apatía o el cinismo, en que la palabra camarada aludía a la verdadera camaradería y no, como en la mayoría de los países, a una mera farsa. Había respirado la igualdad. Ya sé que hoy está de moda negar que el socialismo tenga nada que ver con la igualdad. En todos los países del mundo, una caterva de políticos y profersorzuelos se afanan en demostrar que el socialismo no es más que un capitalismo de Estado planificado en el que la codicia sigue siendo el motor de todo. Pero, por fortuna, también existe una visión muy diferente del socialismo. Lo que atrae a la gente normal hacia el socialismo y la empuja a jugarse el pellejo por él, la mística del socialismo, es la idea de igualdad; para la mayoría de la gente, el socialismo significa una sociedad sin clases o no significa nada. Por eso mismo fueron tan valiosos esos meses pasados en la milicia, pues las milicias españolas, mientras duraron, fueron una especie de microcosmos de una sociedad sin clases. En esa comunidad donde nadie buscaba satisfacer su ambición personal, donde todo escaseaba pero no había privilegios ni aduladores, uno asistía a un rudimentario anticipo de lo que podrían ser las etapas iniciales del socialismo. Y, lejos de desilusionarme, me atrajo profundamente. (pp.108-109)
Pero el sueño socialista no duró. A Eric Blair le tocó vivir en primera persona los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, uno de los episodios más bochornosos en los que se haya visto implicada la izquierda política europea. No cabe sino desesperarse al observar el avance imparable del fascismo y a la izquierda desangrándose en luchas intestinas: trotskistas (POUM) y anarquistas (CNT) frente a estalinistas (PSUC). El Gobierno de la República dependía del apoyo de la Unión Soviética por lo que se vio obligado a reprimir todo movimiento político contrario a la ortodoxia bolchevique. Tras esta terrible decepción, Orwell vuelve al frente y es herido en el cuello. Regresa a Barcelona y tiene que pasar a la clandestinidad porque el Gobierno ha ilegalizado el POUM y sus miembros están siendo detenidos y fusilados.
Nótese que la fragmentación de la izquierda sigue hoy más viva que nunca.
En cualquier caso, resulta indignante pensar en la generosidad de todos esos voluntarios extranjeros que vinieron a luchar a España para defender la República y terminaron encerrados en calabozos o ejecutados por puro rencor ideológico.
Recordé al corresponsal de prensa a quien conocí el día que llegué a Barcelona y que me dijo: «Esta guerra es una estafa como todas». Aquella observación me había sorprendido mucho, y entonces (en diciembre) no creí que fuera cierta; ni siquiera lo creí entonces, en mayo; pero cada vez lo parecía más. La verdad es que todas las guerras sufren una degradación progresiva cada día que pasa, porque las libertades individuales y la prensa veraz sencillamente son incompatibles con la eficiencia militar. (p. 154)
Y, sin embargo, Orwell concluye que «estas vivencias no han disminuido sino aumentado mi fe en la decencia del ser humano». Esa esperanza infundada, ese amor inexplicable a las causas perdidas, es lo que hace de Orwell un autor único.
Merece la pena el libro? He leído Rebelión y 1984 y me gustaron mucho.
Hola anónimo, por supuesto. Es magnífico. Pocas cosas tan certeras sobre la Guerra Civil Española y el perenne suicidio político de la izquierda.
Saludos.