Don DeLillo: Mao II (1991)

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Fotografiara lo que fotografiara, horror, realidad,
miseria, cuerpos destrozados, rostros ensangrentados,
al final todo resultaba jodidamente precioso.

Don DeLillo: Mao II. Gian Casttelli (tr.) Barcelona: Seix-Barral, 2013.

Esta es, en mi opinión, la novela más acabada de Don DeLillo. Se abre con una coreografía comparable al inicio de Submundo: una boda multitudinaria convocada por el Maestro Moon en el corazón de los Estados Unidos. La secta Moon o Iglesia de la Unificación es idea del surcoreano Sun Myung Moon que empezó predicando en los cincuenta en una humilde choza y se ha expandido luego por todo el mundo. Aprovechando el auge del milenarismo, sus creencias giran en torno a la segunda llegada de Cristo y el final de la historia de la humanidad.

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Boda multitudinaria de la secta Moon, 2010.

La joven Karen Janney, cuyos padres asisten atónitos a una ceremonia donde las parejas han sido elegidas a capricho por el Maesto Moon, se siente a gusto entremezclada entre la muchedumbre de acólitos, alegre de abandonar su individualidad. El fanatismo de las masas pone en jaque el modo de vida occidental. El futuro, nos guste o no, pertenece a las masas. De ahí, la referencia a Mao del título de la novela.

Nos educan para creer, pero cuando les mostramos la verdadera fe corren en busca de psiquiatras y policías. Sabemos quién es Dios. Y ello nos convierte en locos a los ojos del mundo. (p. 18)

Hastiada de vender flores en las calles para satisfacer la avaricia de la secta, Karen se une a otra corte de fanáticos. En una casa apartada asiste a Bill, un novelista de éxito que lleva años vivendo en un anomimato obsesivo y luchando inútilmente por terminar su último libro, su «adversario más odiado»; y a Scott, groupie, escolta, consejero y, hasta cierto punto, carcelero versión Misery del escritor.

Kathy Bates cuida de James Caan en Misery (Reiner, 1995)
Kathy Bates cuida de James Caan en Misery (Reiner, 1995)

El personaje de Bill es, evidentemente, la mezcla de dos figuras sobresalientes de la literatura contemporánea: Salinger y Pynchon. Su aislamiento obsesivo ha despertado incluso más interés que sus libros.

Cuando Bill decide dejarse fotografiar por Brita, especializada exclusivamente en retratar a escritores, se entabla entre ambos un diálogo en el que se ofrece una explicación teológica de las razones del ocultamiento del escritor: jugar al mismo juego que Dios, protegerse de las imágenes porque destruyen lo sagrado.

En las mezquitas no hay imágenes. En nuestro mundo nos dormimos y devoramos las imágenes y las glorificamos y las llevamos puestas. El escritor que no muestra su rostro no hace sino aislarse en terreno sagrado. Jugar al mismo juego que Dios. (p. 56)

Es casi profética la alusión de Brita a la naturaleza inhumana de las torres del World Trade Center. El problema no es el tamaño, dice, sino que sean dos. Parecen estar hablando entre ellas en una lengua desconocida para el hombre. Absorben todo el espacio de la ciudad y dejan fuera sólo desechos humanos. De algún modo, el inconsciente colectivo deseaba el colapso de las Torres Gemelas, símbolo de la alienación brutal del capitalismo, de la desaparición de cualquier tipo de diversidad cultural, de singularidad humana. Las Torres nos convertían en insectos.

—[Brita] No, porque el tamaño no es más que una pequeña parte de mi problema. El tamaño resulta letal. Pero el hecho de tener dos es como un comentario, como un diálogo, con la diferencia de que ignoro qué están diciendo.
—[Bill] Dicen: Que tengas un buen día.
—[Brita] Uno de estos días, salga a pasear por esas calles —dijo ella—. Gente enferma y agonizante sin ningún sitio adonde ir, y cada vez torres más y más grandes, edificios fantásticos con miles de metros cuadrados de espacio para alquilar. Todo el espacio está dentro. ¿Le parece que exagero? (pp. 60-61)

A continuación el diálogo entre Brita y Bill, diez años antes de los atentados del 11 de septiembre, se orienta casi por arte de magia hacia la relación entre literatura y terrorismo. Hubo un tiempo, dice Bill, donde la literatura era un arma para transformar el mundo. Hoy día, ese papel lo ha ocupado el terrorismo e incluso, algo peor, las imágenes del atentado: el dolor y la sangre en tiempo real. Esas son las imágenes que dominan la conciencia de las masas, esas son las imágenes que el público desea ver. Somos adictos a la violencia, a la escenificación de la violencia. Internet es una snuff movie desenvolviéndose como una cinta de Moebius.

—Existe un curioso lazo que une a los escritores y a los terroristas. En Occidente, nos convertimos en efigies célebres a medida que nuestros libros pierden su capacidad para formar e influenciar. ¿Consulta la opinión de sus escritores acerca de esto? Hace años, solía pensar que un novelista poseía la capacidad de alterar la vida interior de la cultura. Ahora, ese territorio está usurpado por los pistoleros y por los que construyen las bombas. Son ellos quienes someten la conciencia humana a sus ataques, es decir, lo que hacíamos los escritores antes de vernos unidos a ellos.
—Continúe. Me gusta verle enfadado.
—Usted ya sabe todo esto. A eso se debe que recorra millones de kilómetros fotografiando escritores. Porque somos nosotros quienes damos lugar al terror, a las noticias sobre el terror, a las grabadoras y a las cámaras, a los transistores, a las bombas ocultas en los transistores. Las noticias catastróficas constituyen la única narrativa que precisa la gente. Cuanto más siniestra sea la noticia, más poderosa es su narrativa. Las noticias representan la última adicción antes de… ¿qué? Lo ignoro. Pero usted es lo suficientemente lista como para atraparnos con su cámara antes de que desaparezcamos. (pp. 62-63)

Bill está convencido de que los escritores se están viendo consumidos por la aparición de las noticias como fuerzas apocalípticas.
—Eso me dijo, más o menos.
—La novela solía nutrir nuestra búsqueda de significado. Y cito a Bill. Se trataba de la gran trascendencia  secular. La misa latina del lenguaje, el carácter, las nuevas verdades ocasionales. Pero nuestra desesperación nos ha conducido hacia algo mayor y más tenebroso, por lo que recurrimos a las noticias y a la constante atmósfera de catástrofe que proporcionan. En ellas encontramos una experiencia emotiva imposible de hallar en otras partes. No precisamos de la novela. Cito a Bill. Ni siquiera precisamos necesariamente de las catástrofes. Tan sólo necesitamos las crónicas, las predicciones y las advertencias. (pp. 101-102)

Brita y Bill continúan dialogando sobre las imágenes. Bill se queja de que las fotografías de Brita no son más que necrológicas anticipadas, una anticipación del cadáver. Brita le comenta que conoció a un editor al que habían encarcelado porque su revista había publicado caricaturas del general Pinochet. Se le acusaba de asesinar la imagen del general. Lo terrible es que, en determinados contextos, es una realidad.

A continuación, una espléndida observación de Bill acerca de la industria editorial que recuerda otras parecidas de Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero… La cultura sufre menos cuando es atacada por la censura que cuando es disuelta por la saturación del mercado libresco. Del mismo modo, el oscuro deseo de la industria de la comunicación es introducir un código desde Bruselas y hacer saltar por los aires un edificio en Madrid.

Cuantos más libros publican, más nos debilitamos nosotros. La fuerza secreta que impulsa a la industria es esa compulsión por volver a los escritores inofensivos. (p. 70)

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Tras la sesión fotográfica con Brita, el editor de Bill propone al novelista que haga una declaración pública en favor de un poeta francés secuestrado por una milicia maoísta en Beirut. Bill, sin embargo, va mucho más allá: viaja a Beirut con la esperanza de poder ofrecer su vida a cambio de la del rehén. Bill, una «industria sedente de pedos y eructos«,  busca su redención a través de un sacrificio heroico. Es el único modo de sustraerse al tiempo maldito del novelista:

Existe el espacio-tiempo épico y flexible del físico teórico, el tiempo independiente de la experiencia humana, la curva pura de la naturaleza, y existe el tiempo maldito del novelista, íntimo, agobiante, rancio y amargo.  (p. 79)

Mientras permanece secuestrado en condiciones miserables el poeta Jean-Claude Julien experimenta una de las variantes más desagradables del tiempo, aquella que está asociada al dolor. El tiempo, en su lentitud, se vuelve una malla espesa y terrorífica. Exactamente lo opuesto al tiempo del sexo, lo más parecido a un escudo protector frente al deterioro inexorable de los cuerpos.

El muchacho retiraba la capucha al prisionero cuando entraba a llevarle la comida. También él llevaba una capucha, toscamente fabricada con un trozo de tela dotado de aberturas para los ojos.
El tiempo, ese elemento original que está siempre ahí, se había convertido en algo peculiar que rezumaba hasta empapar su fiebre y sus delirios, la cuestión de quién era él. Cuando escupía sangre, observaba el tiempo estremeciéndose en el líquido rosado al deslizarse por el desaguadero…. El tiempo se escurría a través del aire y la comida. La hormiga negra que trepaba por su pierna transportaba consigo la inmensidad del tiempo; su viejo, lento y sabio ritmo… El muchacho le obligaba a tenderse sobre su espalda doblando las piernas hacia arriba y golpeaba las plantas de los pies del prisionero con una varilla de acero. El dolor entorpecía su sueño y hacía que el tiempo se estirara y se volviera más profundo… (p. 147-149)

Olvidan desatarle de la tubería y no puede acercarse al retrete para orinar. El dolor de sus riñones le unía al tiempo, latía con el tiempo, hablaba acerca de los modos en que el tiempo consigue pasar cada vez más lentamente. (p. 218)

El sexo constituye siempre una forma de nostalgia, incluso mientras tiene lugar. Quizá porque desafía el peso del tiempo. Porque la superficie del acto es pública, es un entramado de temor y de deterioro. (p. 127)

Es especialmente relevante obervar la evolución del pensamiento de Bill y Karen. Por un lado, Bill acierta a distanciarse de la habitual simpatía literaria hacia el terrorista. Este es el único que ha conseguido evitar ser asimilado por esta civilización consagrada al capital y al consumo. Desgraciadamente, sus acciones han devenido más influyentes que el arte: la revolución permanente, la destrucción total. Sin embargo, Bill concluye que ese diosecillo autocrático de corte maoísta que ha secuestrado al poeta francés es una farsa comparada con el despliegue de significados que ofrece la novela:

¿Sabes por qué creo en la novela? Es como un grito democrático. Cualquiera puede escribir una gran novela, su gran novela, casi cualquier aficionado escogido al azar. Estoy convencido de ello, George. Cualquier hormiguita anónima, cualquier osado que apenas ha llegado a acariciar sus sueños puede sentarse a la máquina y reunir la voz y la suerte suficientes como para lograrlo. Algo tan angelical que te dejaría con la boca abierta. El manantial del talento, la fuente de las ideas… Y cuando el novelista pierde el talento, muere de un modo democrático: ahí está, todo el mundo puede verlo, desnudo frente al mundo, con un montón de mierda, de prosa inservible. (pp. 212 y ss.)

Podía haberle dicho a George que estaba escribiendo sobre el rehén con objeto de recuperarle, de recuperar un significado perdido para el mundo desde el instante en que había sido encerrado en aquella habitación. Quizá se trataba de eso. Cuando castigamos a alguien que no es culpable, cuando llenamos habitaciones de víctimas inocentes, comenzamos a agotar el mundo de los significados y a erigir un estado mental distinto en el que la mente consume aquello que la rodea, reemplazando la realidad por ficción y maquinaciones. Una ficción que asimila estrechamente el mundo, otra que se extiende en pos del orden social, intentando desdoblarse en él. Podía haberle contado a George que un escritor crea un personaje como medio para revelar una conciencia, para incrementar una corriente de significado.
Así es como reaccionamos frente al poder y dominamos nuestro temor. Ampliando el alcance de la conciencia y de las posibilidades humanas. Este poeta que habéis capturado. Su detención despoja al mundo de una nueva brizna de significado. Debía haberle dicho todo aquello a aquel hijo de puta —aunque lo cierto era que George le agradaba— pero hasta entonces nunca había considerado la cuestión desde aquel punto de vista, y George hubiera dicho que los terroristas carecen de poder y, en cualquier caso, Bill sabía que olvidaría todo aquello antes de que transcurriera mucho tiempo. (pp. 268-269)

Karen, por el contrario, es la antítesis de Bill, está contagiada por el virus del futuro. Sueña con el control total, con la familia universal, con la humanidad convertida en criatura total. Contemplando las imágenes del funeral de Jomeini donde todos y cada uno de los miembros de la masa daría su vida por el líder, Karen se pregunta por qué nada cambia, dónde están nuestras propias muchedumbres, por qué aún conservamos nuestros nombres y direcciones, las llaves de nuestros automóviles

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